De abandonar ingeniería industrial por temor al éxito a entrenar empleados corporativos para transformarlos en emprendedores. La historia de la chica que un día organizó un ciclo de charlas para inspirar a otros, el Pecha Kucha Nights, y nunca más paró
Esta es la historia de una chica que pensaba que no podía ser creativa porque no sabía dibujar, que renunció a una carrera brillante en ingeniería industrial porque creía que una mujer que quería ser madre no podía tener éxito en una empresa, y que se camufló durante años como maestra de matemática en inglés para no tener que lidiar con esa voz interna que la empujaba a ser más arriesgada de lo que en ese entonces estaba dispuesta a ser. Pero también es la historia de la mujer que un día trajo Pecha Kucha Nights a Buenos Aires cuando el formato de charlas inspiracionales aún no existía, que formó parte de la creación de Ideame –la primera plataforma de financiamiento colectivo del país en tiempos en los que el sistema recién empezaba a despegar–, que fue curadora de ciclos culturales y también una de las artífices de que la marca Infinit se convirtiera en un signo de época, que inició una startup de vinilos decorativos y skins para laptops con amigas, que dirigió la revista de diseño Pul, que en el medio tuvo dos hijos con su novio de la secundaria, y a quien hoy contratan las grandes empresas –actualmente lidera junto con el estudio +Castro un programa de innovación para The Walt Disney Company regional– para que las ayude a hacer todo eso que ella hizo con su vida –reformular los parámetros de creatividad, éxito y eficiencia–, y convertir a cada trabajador en un potencial emprendedor.
Se llama May Groppo, practica kung fu y tiro al arco, tiene un tatuaje en el brazo con la leyenda "Let the sun shine", que reconoce bastante hippie pero también una filosofía de vida, y dice: "Me di cuenta de que, a pesar de que fui cambiando muchas veces, mi rol siempre fue ponerme al servicio de otros para que puedan hacer cosas".
Eso, según su propia definición, es ser una "catalizadora de ideas". Y eso, según algunas empresas, es lo que el mundo corporativo anda necesitando.
Imaginemos la siguiente situación. Una persona está bajo la ducha y empieza a cranear lo que para un viajero frecuente sería algo tan maravilloso como un upgrade sorpresivo: una valija de mano que tenga wifi, cargador, GPS, conexión por bluetooth, control a través del celular, y un espacio para sacar y meter la laptop o la tablet a la velocidad con la que exigen los simpáticos agentes de Aduana. Convengamos en que ideas geniales bajo la ducha podemos tener todos. Pero casualmente nuestro Graham Bell enjabonado tiene experiencia en innovación, startups y financiamiento colectivo, y sabe que el mundo está lleno de potenciales financiadores para su soñado smart carry on. Un tiempo después, el gerente de una megaempresa de valijas abre su casilla de mail, o una revista, o Facebook, o lo que sea, y se entera de que acaban de lanzar al mercado un carry on para el viajero frecuente hiperconectado. La noticia le da como una estaca en el corazón. Es la valija perfecta para él. Y no la hicieron ellos, que son los mejores en el rubro, sino una startup a través del financiamiento colectivo. Entonces, sale de su oficina pecera en la que tiene una biblioteca con libros de autoayuda empresarial y neurociencias aplicadas que no le estarían sirviendo demasiado, observa esa gran sala con decenas de empleados que parecen trabajar incansablemente –mirá cómo completan excels, mirá cómo ajustan presupuestos– y se vuelve a preguntar cómo puede ser que no se les haya ocurrido a ninguno de ellos. ¿Y si se le ocurrió a alguno y no lo supieron escuchar? Nuestro hombre –también podría ser mujer, aunque las estadísticas en el mundo real no ayudan– vuelve derrotado a su oficina pecera y se sienta en su silla, a la que hace una semana se le aflojó una ruedita. Le escribe un mail a su secretaria para que le envíe un mail al de mantenimiento para que le pida autorización al de infraestructura para que manden al chico que soluciona todo –quizás en dos semanas lo de la ruedita esté arreglado–, y se queda pensando. ¿Cómo hacemos para que la próxima vez se nos ocurra a nosotros? ¿Cómo hacemos para que nuestro Goliat tenga las buenas ideas que tienen tantos David?
El ejemplo de la valija conectada es real (excepto por la escena de la ducha): se llama Bluesmart, fue desarrollada por argentinos, patentada en Nueva York y actualmente se consigue en la plataforma de crowdfunding Indiegogo, en donde ya llevan vendidas 7.000 unidades con una recaudación colectiva de más de US$ 2 millones. El de la gran empresa no es real, pero los planteos existenciales del gerente imaginario son comunes a muchas corporaciones. "Ciertas empresas empiezan a detectar que la mayoría de sus empleados no son ágiles, versátiles, ni hambrientos de feedback como es un pibe que lanza una startup. A eso se suma que un senior manager encerrado en una oficina nunca puede saber con precisión cuál es la valija o el champú que le va a gustar al cliente. Por eso, lo primero que hacemos cuando llegamos a una corporación es hacerles entender que tienen que salir del edificio. Todos, desde el más capo hasta el más pichi, todos a la calle a entrevistar a la gente real para entender su problema, su dolor o su deseo. La clave está en empezar a tener empatía con la cultura que los rodea".
Dice la chica que hace diez años daba clases en un colegio, y en los recreos lloraba y pensaba: "Voy a tener que morir y renacer algún día para poder ser lo que quiero porque esto definitivamente no es".
Hermana mayor de cuatro varones, hija de un gerente general de Mazda convencido de que la mejor y única herencia es la educación, y de una ama de casa que a los 40 años, ya separada, colgaría el delantal en su chalet de Villa Urquiza para estudiar counseling, coaching ontológico y constelaciones familiares, cuando May tuvo que elegir qué estudiar, descartó de plano cualquier carrera vinculada a lo creativo. "En esa época, mediados de los noventa, el parámetro de ser creativo era saber dibujar. Como yo era malísima dibujando y creía que artista se nacía, dejé de lado un montón de carreras y me metí en ingeniería industrial en la UBA, que era estudiar economía, pero con más contexto". Lo cierto es que May era literalmente brillante en matemática, con medallas en intercolegiales incluidas, estimulada por un profesor que en su escuela, el St. Patrick’s de Villa Urquiza, le daba ejercicios del CBC. "Pero no era una nerd –aclara–, también era buena en el equipo de hockey". Casi única mujer en un universo de varones egresados de colegios industriales, en las aulas de Paseo Colón los profesores la invitaban a borrar el pizarrón. Su salvoconducto de supervivencia fue hacerse amiga de los mejores promedios, un grupito de elite algo rebelde que prefería estar fuera de la facultad: como se aburrían, se rateaban a la biblioteca a jugar al truco o se iban al cine. "Hoy esos chicos son todos ingenieros reconocidos", cuenta. Hasta que en cuarto año de la carrera, una proyección desoladora empezó a rondarle por la cabeza: con su promedio, cuando terminara la carrera probablemente la llamarían de una gran empresa y, si le iba bien, tendría que ir a una oficina nueve horas por el resto de su vida. ¿Cómo iba a hacer para tener una familia, para ser madre? "Pensaba que la mujer exitosa era la que desatendía a su familia o se convertía en alguien garca para poder triunfar. Y yo no quería eso. Así que en medio de una clase de Química Aplicada me levanto y les digo a mis compañeros: «Muchachos, invítenme a un asado para vernos porque yo me voy». A partir de ahí me autoanulé por casi una década".
Autoanularse significó estudiar inglés técnico en la UTN –una carrera dificilísima– y dar clases de matemática en inglés en colegios bilingües. Esos fueron los días de llorar a escondidas en el recreo y de resignarse. Hasta que su mejor amigo, Matías Zuckerman, que estaba arrancando con el estudio de diseño Perfectos Dragones, le dijo que se dejara de joder con los colegios y la propuso como asistente personal de Gabriel Hanfling, dueño de Infinit. May duró muy poco como mera asistente: Hanfling quería que su marca fuera más urbana y cultural que deportiva, y al mes y medio May ya estaba involucrada en exportaciones, campañas y presentaciones. "Salíamos de la agencia de publicidad disconformes y diseñábamos lo que pensábamos hacer en el mismo auto: «¿Te animás a hacerlo?», me decía él. «Me animo a hacerlo», decía yo, y así autogeneramos el departamento de marketing en el año y medio que Infinit despegó: se lanzan las lunettes, nos proponemos que las use Cerati, y de pronto con una compañera de laburo, me encuentro montando en el Centro Experimental del Colón, en las catacumbas, un megaevento. Era la primera marca que lograba insertarse en el Colón. Y ahí abrí los ojos y dije: cultura, marcas, disrupción, hacer cosas por primera vez, acá estoy. Comprobé que tenía una mirada antropológica capaz de decodificar lo que estaba pasando a mi alrededor, desde las tendencias emergentes hasta el mainstream, y de transformarlo en algo real y concreto".
En febrero de 2003, dos arquitectos ingleses, Astrid Klein and Mark Dytham, organizaron un encuentro en un bar de Tokio, en el que doce colegas presentaron sus proyectos en veinte imágenes con un speech de veinte segundos por cada una. Lo llamaron Pecha Kucha Nights, que podría traducirse del japonés como Noches de Cháchara. Tres años después, May estaba en su casa –había renunciado a Infinit después de lanzar la línea femenina y la de relojes y de diseñar completamente el local multimarca porque sentía que había llegado al famoso techo de cristal, así que sobrevivía escribiendo columnas para PSFK y para un boletín interno de Lowe Londres para Unilever– cuando leyó una notita sobre aquel evento. "Yo venía con ganas de hacer algo en donde pudiera escuchar a un cocinero, a Martín Churba y a un astrónomo en un mismo lugar. Entonces leo lo de Pecha Kucha, veo que es un concepto de sociabilizar, anterior a las redes sociales, y les escribo a estos arquitectos y les digo que quiero hacerlo en Buenos Aires pero con gente creativa en general y que además quiero agregar una ONG en cada edición. Quería que Pecha Kucha sirviera para algo más que para conocerse".
Los arquitectos quedaron fascinados con la idea de sumar una capital como Buenos Aires a sus encuentros –hasta ese momento, se había hecho en solo seis ciudades– y Andy Ovsejevich, hijo del presidente de la Fundación Konex, le propuso a May que fueran socios y usaran Ciudad Konex como espacio, en tiempos en los que aquella fábrica devenida centro cultural no tenía ni siquiera habilitación. "Mientras la gente hacía cola en la calle, yo recibía al bombero que me tenía que habilitar, con 28 años y sin la más puta idea de cómo se pronunciaba el evento que habíamos armado". Solo con el boca en boca, al primer Pecha Kucha asistieron quinientas personas. Para la segunda edición, que lo tuvo a Clorindo Testa como orador estrella, hubo ochocientas personas: doscientas quedaron afuera. "Yo pensaba qué carajo estamos haciendo… Creía que era un fenómeno under, después me di cuenta de que se había vuelto de culto porque no importaba a quién invitara como orador, la gente cuatro veces al año venía".
–¿En esa época existía el concepto de charla inspiracional?
–No, empieza a usarse en los últimos cinco años. Al principio, lo veíamos como una experiencia de degustación cultural. Vos venías y tenías una foto instantánea de lo que estaba pasando en tu ciudad a un nivel transversal. Para mí sí era fuente de inspiración permanente y también el mejor network del mundo. Mis mejores amigos, mis socios, los últimos trabajos que tuve salieron de ahí.
Mientras Diego Golombek y Santiago Bilinkis, que se conocieron en Pecha Kucha, planeaban el desembarco de las charlas Tedx en Argentina –May hoy es parte del equipo que selecciona sus oradores–, ella estaba a punto de encontrar un nuevo universo creativo gracias a aquella red de afinidades. Fue cuando se cruzó con Mariano Suárez Battan, también orador de Pecha Kucha, que venía de romper los cánones del negocio de los videojuegos con su startup Three Melons. "Mariano me dice: «May, estoy pensando en algo que es un chino y te necesito»". El "chino" no era otra cosa que una plataforma de financiamiento colectivo que emulaba a la flamante Kickstarter. La llamaron Ideame y hoy es la más importante de América latina. La misión de May era armar la comunidad de hacedores creativos necesaria para lanzar la plataforma y, para eso, tenía que explicarles de qué se trataba. Y convencerlos. "Financiamiento colectivo fue una palabra que traduje de crowdfunding porque había que ponerle palabras a eso que estábamos por hacer, que era muy disruptivo y no sabíamos cómo iba a impactar –explica–. Mi rol era ese: tropicalizar un concepto para que se entendiera que no eran donaciones y hacerles ver a los creativos que se sumaban que podían volverse gestores de sus propios proyectos. Para eso les hacía talleres de autobombo, como los llamábamos, y les decía que iban a tener que aprender a contagiar su entusiasmo y su visión a sus fans, y ellos me decían: «¿Yo creativo tengo que autovenderme? ¿No queda mal?». «¡No! Mirá Kickstarter, mirá casos de éxito en el mundo, vas a romper con las reglas de la industria. A partir de ahora las reglas del juego las va a establecer el consumidor»". Tras lanzar Ideame, Mariano Suárez Battan se embarcó en otro proyecto –Murally, una suerte de "corcho virtual" para hacer brainstormings colectivos– y, además de sumarla, la puso a estudiar. Sin saberlo, May estaba preparándose para otro salto. "Cada semana me decía: «Leete este libro para el lunes que viene», y me daba Creative Confidence (Tom y David Kelley) sobre el concepto de design thinking, que es el pilar de lo que hago yo hoy; The Lean Startup (Eric Ries), para aprender cómo una startup puede ser realmente ágil y llegar a un producto exitoso antes de que se le acabe la plata, y Business Model Generation (Alexander Osterwalder e Yves Pigneur). Esos tres libros me abren la cabeza y le aportan teoría a mi forma intuitiva de trabajo, y ahí nace mi versión más sofisticada: llevar las herramientas de las startups –la agilidad, trabajar a partir de prototipos y testear rápido– a las grandes empresas para que puedan cambiar procesos internos".
–¿Se puede decir que las corporaciones se sienten amenazadas por las startups?
–Hay muchos casos que rompen con el mundo corporativo. Airbnb en el mundo de la hotelería o Uber en el del transporte, por ejemplo. O el chico de Pebble Watch: él quería una malla que pudiera transformar su iPod nano en reloj. Se lo ofreció a Apple, Apple dijo que no le interesaba, y él lo puso en Kickstarter y levantó US$ 10 millones en un mes. Entonces Apple le dijo que tenía razón, que había mercado para eso. ¿Quién tiene hoy el entendimiento final de qué es relevante o no? La gente. Siempre se dice que Levi’s no supo ver el hip hop y perdió un estimado de US$ 1.000 millones porque no salió a la calle a ver que los pibes querían otro tipo de jeans, así como Nike sí leyó que necesitás medirte cuando hacés deporte y lanzó Nike+, y ahora Nike es más una empresa de tecnología que de indumentaria. La empresa que puede reformular su visión porque está en contacto con su cultura, con su sociedad, con sus cambios sociales, es la que evoluciona. La que no, está en el horno.
–Y entonces te llaman a vos para que las salves.
–(Risas). Hay empresas que me llaman porque se dan cuenta de que tienen que hacer todo lo contrario de lo que venían haciendo. Supongamos, una empresa que siempre contrató ingenieros, una grande, me dice: "Me di cuenta de que siempre contraté lo opuesto de lo que necesitaba, bochaba personas que eran demasiado versátiles y flexibles y disruptivas, y ahora tengo 5.000 empleados en todo el mundo que no se van a adaptar al cambio que se viene. ¿Cómo hago para que se adapten?".
–¿Y qué les decís?
–Las empresas tienen que habilitar procesos internos absolutamente nuevos a través, por ejemplo, de laboratorios de innovación en los que das lugar a trabajar sin jerarquías, de manera experimental. El problema es que como la palabra innovación está de moda, se cree que con una semana de charlas en las que traés a un músico, a un "standupero" y a alguien que hable de neurociencias, vas a transformar la cultura de una empresa. Mentira. Hay que incorporar procesos que se entiendan a mediano y largo plazo, que distintos departamentos puedan sumarse a la iniciativa, y habilitar la disrupción: "A partir de ahora, este chico ya no responde más a su jefe, sino a este laboratorio de innovación"; "ahora, este pibito que hacía solo finanzas y excels, va a salir a armar prototipos". Así permitís trabajar en equipo, horizontalmente, de manera no burocrática, en una situación controlada.
–¿Y realmente funciona?
–Esto lo hace 3M desde 1948, que es la empresa que más patentes tiene en el mundo por año. Ellos decidieron que los empleados podían asignar el 15% de su tiempo a proyectos propios. De ahí sale la cinta de enmascarar y el post it. Convirtieron a sus trabajadores en pequeños emprendedores. El paso superador es que el empleado genere algo en sintonía con lo que la compañía está buscando y no que se ponga a armar una banda de rock, porque no le van a dar presupuesto para eso y se va a frustrar. Ese es el gran problema de los talleres de creatividad: te reunís tres horas, escribís 1.500 post it con ideas, pero si después no te involucran en un proceso para que eso se concrete, es peor: "Me sacaron de la oficina, me llevaron al Sofitel, me tuvieron una tarde ahí que me retrasó el laburo y después, ¿qué pasó con mi post it?".
–¿Entonces? ¿Cómo se despabila a un trabajador sin que después se frustre?
–Lo primero es reclutar a quien tiene perfil hacedor y, para eso, proponemos una serie de juegos en los que tienen que hacer cosas que los incomoden o sientan que son desafíos, como venir a la oficina vestido de un modo ridículo o conseguir que alguien con más de cinco millones de seguidores los retuitee. A eso le sumamos algo presencial, donde les damos un desafío de dos horas, les tiramos problemas, y se los sofisticamos para ver la versatilidad y flexibilidad de cada uno. Esta es solo la etapa de reclutamiento. Después los entrenamos y les estipulamos un tiempo semanal para que trabajen como startups, para finalmente llegar a un día de presentaciones, un "Demo day", y ver qué idea interna logra financiarse. Los que participan de eso no pueden creer los resultados.
–¿Empleados grises que florecen?
–Exactamente. Ver eso es lo mejor que me pasó como profesional. Después hay que estar atento a cómo vuelve ese chico o chica a su día a día cuando pasaron cuatro o cinco meses de experimentar. Lo más probable es que contagie a su equipo y diga: "Hagamos la reunión más ágil". "No empecemos por una sesión de creatividad, sino por entender el problema"... y las empresas tienen que dar espacio a que pase eso.
–¿Qué herramientas de las startups se trasladan a estos programas?
–Una herramienta fundamental y sutil es el storytelling o pitcheo: cómo contar ideas. Las startups están muy entrenadas para contar una idea de manera muy contagiosa y precisa en cinco minutos. Dentro de las corporaciones con las que colaboro, yo he visto chicos muy junior pararse en un escenario frente al board regional de una empresa a hablar mejor que cualquiera de sus directores. Otra herramienta es el testeo. Es decir: no vamos a sacar nada sin hacer una investigación previa, pero no un focus group, que no sirve, salgamos todos a la calle a preguntar y repreguntar. Esas dos cosas ya hacen que las empresas cambien las formas de trabajar. Ser menos burocrático y más concreto. La otra pata que hay que incorporar es la cocreación con el usuario, y ahí entra lo que se hace en Ideame, pero también ejemplos como el de Amazon, que solo vendía productos como eBay y ahora genera contenido como Netflix. ¿Qué dijo Amazon? Bueno, yo ya tengo mis devices y tengo mi comunidad, y como quiero hacer contenidos lanzo treinta pilotos, y los tres más votados los transformo en series. ¿Para qué voy a decidir cuáles son las mejores? Que eso lo diga la gente.
–¿Si las corporaciones empiezan a emular las startups, no las terminarán fagocitando?
–Lo que se necesita es armar un ecosistema completo en el que convivan ambas. Yo también colaboro con la Academia BA Emprende del Gobierno de la Ciudad como estratega para sus capacitaciones, porque soy una convencida de que hay que unir el sector público y el sector privado, del mismo modo que necesitás alinear las startups con las corporaciones. Algunas lo intentan hacer vía Open Innovation, que es cuando una empresa lanza un concurso y dice: "Al primero que me traiga una idea para que mi botella sea más reciclable le doy $100.000". Mi postura es que las empresas se familiaricen con estos nuevos conceptos, en principio para que puedan trabajar en colaboración con startups relevantes. Pero eso va a empezar a pasar cuando el mundo corporativo se agilice, se humanice y empiece a empatizar con el otro, comenzando por sus propios empleados.
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