Una hija que empieza a militar, un padre del otro lado de la “grieta” y de fondo The Wall, el disco que marcó el quiebre de una generación.
Por Santiago Llach
Mi hija Benita empezó este año el secundario en cierto antiguo colegio universitario de Buenos Aires, y muy rápidamente empezó a militar en una agrupación que a mí me queda del otro lado de la grieta. Ya hace "pasadas" por las aulas, va a "plenarios" y lleva a cabo ese tipo de actividades cuya jerga yo aprendí de oídas o leídas, porque nunca las practiqué. Siempre, de alguna manera, envidiaba o admiraba a los militantes. Siempre era alguien que contemplaba de afuera, que tenía pruritos. Llegué a entender y asumir mi ideología después de un período de aprendizaje exasperantemente largo; demasiado como para llegar en forma a militar, actividad más bien juvenil.
Le conté lo de Benita a un amigo mío que es enfermo de Independiente y que comparte mi estructura de sentimientos política, y me dijo: "Prefiero que mi hija se haga de Racing antes de que haga eso". Yo pensé dos cosas: que lo de Benita es un hecho consumado y que es un paso más en la larga experiencia de la vida, un paso que irrevocablemente la hará crecer.
La madre de Benita, mi primera mujer, me mandó por estos días un link a un artículo de una revista norteamericana, cuyo título era: "Por qué las chicas de 13 años son las reinas de poner los ojos en blanco". Todo gesto de mis hijos que me contraríe tiene una réplica exacta que me apacigua. Solo tengo que enfocar en quién era yo mismo hace 30 años; una familia es una obra teatral cíclica, llena de repeticiones: casi como The Wall de Pink Floyd, un disco que termina con la misma melodía con la que había empezado.
Una tarde de mediados de los años 80, me compré el disco doble The Wall en el recién inaugurado Carrefour de Vicente López y lo llevé orgulloso, bajo el brazo, en mi bicicleta de carrera roja. Se me veía tan excitado con la perspectiva de escucharlo que un adolescente un par de años más grande que yo me dijo en el camino: "Buen disco". Compartía el cuarto con mi hermano Lucas, pero me había hecho un lugar en un altillo enorme donde había un tanque de agua tapizado por los dueños anteriores con hojas de revistas de los años 70, muebles, cuadros. En el altillo había puesto una mesita con un equipo de música. Muy simbólicamente, mi sillón-cama era la cuna de madera desarmable de mi infancia y lo sería mucho después de mis hijos. Era mi cuna adolescente, el refugio en lo alto donde huía, con los ojos en blanco, de mis padres, buscando mi identidad en ese documento militante de la melancolía y la soledad llamado The Wall.
En aquella época, el doble de Pink Floyd ya era un disco icónico. No todas las críticas iniciales le habían sido favorables, sin embargo. Alguien en el Village Voice había señalado su molestia con su "maximalismo kitsch". The Wall es, en efecto, maximalista, ambicioso, pretencioso, grandioso. Es lo que en esa época se llamaba álbum conceptual, una ópera rock que narra la historia de un hombre que –hijo sufrido, como Roger Waters, de un soldado muerto en la Segunda Guerra– se convierte en estrella de rock y no lo puede soportar: padece alucinaciones en las que sus recitales se convierten en eventos neonazis. Mientras en Londres estallaba el punk, los antiguos psicodélicos giraron en The Wall hacia un pop orquestal en estas canciones unidas por conectores galácticos, canciones espaciales de angustia existencial en lo más férreo de la Guerra Fría. The Wall es una sinfonía de alienación, una sátira impiadosa de Roger Waters contra sí mismo. Alaridos suicidas intentan atravesar las paredes sónicas de la mente. A través de The Wall, se puede leer a los rebeldes 60 y 70 como un ajuste con el estrés postraumático de los chicos que se quedaron en casa mientras sus padres iban a la guerra. Los padres siempre van a la guerra, o eso parece aunque solo vayan a trabajar y depositen a los hijos en el colegio. ¿Cómo no sentir un poco de bronca, cómo no poner los ojos en blanco, cómo no pegar alaridos con esos soldados molestos que son los padres? "We don’t need no education". The Wall habla sobre la paradoja de que un artista, un tullido, se convierta en un referente: no está preparado para eso. La vida: no vinimos preparados. Nos alienta la memoria de la especie y nos ensombrece la perspectiva de la muerte. Como la novela El hombre del subsuelo de Dostoievsky o el cuento "Bartleby" de Herman Melville, The Wall es un testimonio de inadecuación. A través del nazi en que puede convertirse alguien sensible, The Wall lleva a cabo una indagación melódica y melancólica sobre lo difícil que puede ser tolerar a los otros, esos otros que no son sino una forma alternativa de nosotros.