El secreto de lo no vivido: cuando la banda de sonido de nuestra memoria no se corresponde con la década de nuestro despertar musical.
Por Santiago Llach
Coordino todos los días talleres de escritura. Son para mí un observatorio del ser humano, animal de costumbres: cada alumno suele sentarse, obstinadamente, en el mismo lugar cada vez. Hay una mujer, Maraní, que hace seis años, todos los lunes a las siete de la tarde, se sienta en la misma esquina del sillón de mi living. El orden en que llegan también es siempre el mismo. No son pocos los puntuales impecables, los que tocan el timbre a las siete, ni un minuto antes ni uno después. Los impuntuales también son coherentes: hay uno que llega siempre, puntualmente impuntual, todos los jueves a las 19.40.
Vicente Amadeo, un alumno, trajo una vez un poema llamado “Llegué tarde a la literatura”. “Llegué tarde a la literatura. / Como al sexo, / la filosofía / y las minas. / Y como en todo / a lo que se llega tarde, / te queda un poco / el entusiasmo / del amateur, / del recién llegado, / del que está gratis”. Me identifiqué mucho. Siempre sentí que llegaba tarde a todo, que la vida estaba en otra parte. Me pasaba cuando era, en efecto, un impuntual imposible y también ahora que soy un puntual obsesivo.
Los muchísimos biógrafos de Shakespeare desesperan ante lo que llaman sus “años perdidos”, el período que va de 1585 a 1592, los primeros años de su carrera teatral, de los que no se sabe absolutamente nada. Maraní, la mujer que se sienta todos los lunes en el mismo lugar de mi sillón, escribe con obstinación acerca de sus años perdidos, los 70. Mientras yo escribo esto, suena en el pequeño parlante tubular conectado a mi notebook, por el azar de YouTube, la canción “El probador”, de Virus. Mis años perdidos, la fiesta a la que llegué tarde, fueron los 80, la primavera democrática.
Quizá solo por una cuestión de edad: nací en el 72, al comienzo de la primavera que explotó después de Malvinas, en el Café Einstein de Pueyrredón y Córdoba, con los primeros recitales de Virus, Soda Stereo y Sumo, tenía solo 10 años.
Mientras sigo escribiendo, también otro alumno, unos años más grande que yo, que vivió a pleno esa fiesta, postea en Facebook un link a un recital de Charly García en el programa de televisión que conducía los sábados a la tarde Juan Alberto Badía. Facebook, máquina de la nostalgia: vi ese recital de a pedazos en 1984, mientras almorzaba una milanesa a caballo en el club de tenis donde me instalaban mis padres todos los fines de semana. Vuelvo a verlo, treinta y más años hacia acá: García preside la aristocracia del rock de entonces con sus guiños a la época y a la época pasada (Rucci, raros peinados nuevos, Fiorucci, transas). Tocan con él Fito Páez y los tres integrantes de GIT. Charly era La Voz a la que las bandas nuevas rechazaban y la que los amilanaba. Él sí sonaba ya en mi walkman, cortesía del TDK que me había grabado mi primo Justo. (Alguien te grababa un casete, una antología de su música preferida: qué donación de sensibilidad).
El pop sintetizado de Virus, coqueto, concreto, festivo y ambiguo; Soda, power trío surgido imitando a The Police que fue asimilando influencias y sumando una lírica extraña; Sumo, pospunk fronterizo, irónico hasta el límite: sus melodías siguen atravesando las eras, registro sónico de un momento político de transición. Otras bandas, quizás más llanas, se quedaron allá: Rockas Vivas de Zas (“Tirá para arriba”) fue el disco más vendido del rock nacional hasta que en los 90 llegó El amor después del amor: no superó la indiferencia del tiempo. Los Twist encendían las fiestas, Los Abuelos de la Nada cantaban la melancolía vagabunda y las Viudas e Hijas del Rock and Roll animaban la ironía. Raúl Porchetto sonaba hasta morir. Los Encargados oscurecían desde la vanguardia. Los Redondos, que serían gigantes, asomaban en silencio. Juntos, quizás inadvertidos para el canon de entonces, todos ellos nos dieron a los que nos hacíamos adultos, a los nacidos en los 60 y 70, la banda de sonido local y genial de una época de esperanza y desazón.
Después llegarían las bandas que yo sí iría a ver en sus primeros recitales: Don Cornelio y la Zona o Los Piojos. También las cargo de mítica, pero no como al rock de los primeros 80: a este me lo contaron. Quizás porque llegué tarde a sus orígenes, igual que mi alumno a la literatura, sigo teniendo el entusiasmo del amateur y los hago sonar, colgado con ellos, buscando el secreto de lo no vivido.
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