En tiempos de música compartida, una evocación de los chicos católicos y marxistas que nos hicieron bailar en los 80.
Por Santiago Llach
Me obsesiona lo que se pierde. Promesas fallidas, intensidades que ya no son. A veces me despierto pensando en Gabriel D’Ascanio, un chico que apareció en mi equipo, Rosario Central, en 1990. Flaco, alto, zancón. Muy rápido lo inflaron: “Pichón de Kempes”, le dijo alguien. Venía a salvarnos: siempre está la ilusión de que alguien venga a salvarnos. A D’Ascanio, con ese nombre de mosquetero, lo fracturaron a pocas fechas del debut, y ya nunca fue el mismo. El blog En Una Baldosa cuenta con humor cientos de historias de jugadores que quisieron gambetear a Dios.
La sensación de que hay cosas que no se van a recuperar contiene algo bello. Lo bello, dicen algunos, es precisamente eso: lo que no tiene utilidad ni función. Pedro Mairal escribió un cuento, “Hoy temprano”, acerca de una quinta familiar desaparecida debajo de donde hoy hay una autopista. El narrador pasa en auto por el punto exacto y los recuerdos de su familia deshecha se le vienen encima: “Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos”.
En esta columna voy contando cada mes la historia de un disco o una banda. En los días previos, vuelvo a escucharla y leo en internet cosas sobre ella. Eso hice en agosto con The People Who Grinned Themselves to Death, de los Housemartins. Igual que a fines de la década del 80, cuando lo había escuchado en un LP, me pareció un disco perfecto: pop inglés efectivo con sátira política y coros traídos del gospel. Juro que un verano (quizás el del 88), todos los disc jockeys de Buenos Aires pusieron un par de sus temas en las fiestas. Pero una banda, como un gobierno, necesita un relato, una historia que lo venda, un resumen perdurable de su música en palabras, un arco narrativo biográfico que otorgue sentido: Housemartins no lo tiene. En realidad, tiene una frase, solamente: “católicos y marxistas”. La leí en 1988, en un suelto en la revista Pelo, y me fui corriendo a comprar el disco: en mi casa había cruces y ediciones revisadas de El Capital, yo era integrista y rebelde a la vez. Treinta años más tarde, Wikipedia usa esa frase referida a uno de sus miembros, y no mucho más.
Pienso en esa palabra (tan católica, tan marxista) que las redes sociales pusieron de moda: compartir. Y pienso en la música, ese lenguaje que nos comunica de distintas maneras. Hay música que escuchamos en las fiestas, música compartida por excelencia, compartida con el cuerpo, en esa intimidad pública que es el baile de a dos o esa intensidad amistosa que es el pogo. Hay música que nos conecta con otros en ocasiones solemnes, en ritos de pasaje como casamientos y ceremonias fúnebres. En conciertos para pocos (o fogones, que no sé si siguen existiendo) hay algo de amistad serena. Hay música de fondo en lugares públicos o medios de transporte, una especie de colchón sónico para soportar la extraña experiencia de compartir espacio con desconocidos. Los recitales masivos suelen ser descritos con palabras de origen religioso, como “misa” o “comunión”: se despliega ahí lo reprimido, lo carnavalesco, son en sí mismos rituales de pasaje a una pertenencia social: la de los que siguen al músico que los preside. Y hay, por supuesto, otra decena de formas de escuchar música no incluidas en esta enumeración.
Una de ellas es escuchar música solo. De alguna manera, uno no está solo: es un tête-à-tête con el intérprete, una forma del chat inventada antes de que el chat existiera. El músico baja línea. Y hay música que no compartimos con nadie. Quizás ni siquiera podemos enunciar por qué nos gusta, qué significa: simplemente la escuchamos. Housemartins para mí es eso: una banda que no le importa a nadie, que escuché solo, sin compartir con nadie. Es tan poco importante que el más famoso de sus integrantes lo haya sido por otro motivo, porque en los años 90 se recicló como DJ. Me gusta que exista eso: algo sin ilación, sin significado, música perdida para la historia a la que escucho solo, sin entender bien y sin compartir con nadie.