Misterios del retrato del pecado original
Un documental y un cómic abordan El jardín de las delicias, la obra del Bosco
Sábado a la tarde, primavera en Madrid. Ni Cristo trabaja en la ciudad de la siesta y el disfrute. Pero puertas adentro de esa magna casa guardiana del mejor arte clásico europeo que es el Museo del Prado se avanza a ritmo furioso para llegar en tiempo y forma a la inauguración de El Bosco. La exposición del V centenario. La muestra monográfica a 500 años de la muerte del genio holandés exige una esmerada logística, ya que es la primera e irrepetible oportunidad de reunir el 75% de su escaso legado pictórico: 23 de sus 27 cuadros y 6 de sus 11 dibujos.
La encabeza, en un abrazo formidable y ciclópeo a la sala entera, el cuadro más visitado después de Las meninas y tal vez el más icónico de la historia universal: El jardín de las delicias. Ese tríptico que cerrado parece un libro prohibido y que se abre como un gigante regio y alucinado a la lujuria y el castigo, a todo lo vergonzoso, placentero y condenable que pueda caber en un mundo entero.
Confinada en sus 2,2 x 3,89 metros de madera de roble pintado al aceite, esta épica del pecado original –desde la sosa manzana hasta la ferocidad del infierno–, es una de las obras más enigmáticas jamás ejecutadas. Polemizar sobre su propósito y significado y jugar a descifrarla es un ejercicio que empezó en la Corte de la Casa Nassau, sus propietarios originales, en Bruselas, y que llegó vigente e infructuoso hasta hoy. Cromatismo y delirio onírico. Utopía, sacrilegio o sátira de la moralidad. Divertido espejo ante el que las miles de personas que se paran frente a él cada día reaccionan a sus frutas, torturas, símbolos eróticos, desnudos, animales fantásticos, ritos mágicos, misoginias y desvíos sexuales preguntándose qué estará bien y qué estará mal. Dicen que Felipe II, la más católica de sus majestades, ese paladín de la Inquisición que mandaba a las almas a la hoguera de a docena, lo retenía en su alcoba de El Escorial para mirarlo mientras se moría.
A la exposición dispuesta de acuerdo con un montaje de paneles cóncavos/convexos –solución que el museo encontró para exhibir a un autor cuyas composiciones no siguen ninguna cronología–, se le suma la presentación del primer cómic editado por El Prado –a cargo del prestigioso dibujante catalán Max– y el estreno en simultáneo en 70 cines de toda España del documental El Bosco, el jardín de los sueños, del director José Luis López Linares. Formado con Carlos Saura, Fernando Trueba y Jaime Chávarri, con más de 40 documentales dirigidos, nominado al Emmy, tres Goya en su bolsillo, López Linares se dio la panzada de disponer del tríptico a sus anchas, durante meses, casi a solas y a escasísima distancia, para intentar captar cada mínima incógnita que Hieronymus Bosch haya querido dejar expresada. Salman Rushdie, Laura Restrepo, Renée Fleming, Orhan Pamuk…, la lista de artistas e intelectuales que prestó testimonio en la película es generosa y heterogénea. El resultado, que se verá en la Argentina antes de fin de año, excedió las expectativas mucho antes de su debut oficial: quince días antes, el tráiler había tenido más de 3 millones de descargas y previsualizaciones, un récord para el género. López Linares se hace un hueco en este fin de semana de últimos detalles y habla con La Nación revista.
¿Después de tantas horas frente al cuadro descubrió qué es lo que tanto atrapa de él?
Está pintado para el espectador, es como una trampa. Ya desde el otro extremo de la sala llama la atención como ningún otro cuadro de El Prado. Esos colores pasteles y rosas, esas combinaciones llenas de figuras tan cambiantes, esos contrastes entre sus tres tablas, atraen como muy pocas obras de cualquier otro museo. Quieres acercarte cada vez más. Y entonces ya son los detalles y las historias lo que cuentan. Por supuesto que esto El Bosco lo hizo a propósito: que te aproximes para conmoverte, pero atrapándote primero.
¿Cómo era la liturgia de esas largas jornadas frente a la pintura?
Teníamos que trabajar a partir de las ocho de la noche, cuando el museo estaba cerrado y desierto. Entonces quitaban las barreras de seguridad para que el invitado del día pudiera mirarlo tranquilamente. Yo dejaba que se impregnara de la imagen, que el cuadro se comunicara con él y cuando me parecía oportuno pues entonces empezábamos a grabar.
¿El cuadro le fue hablando?
Sí, por supuesto, y fue cambiando. Las reacciones de los invitados te hacen fijarte, estar o no de acuerdo con algunas cosas. Esa es la idea y la riqueza de la película: haber creado una conversación con gente que no estaba especializada en El jardín de las delicias, pero que por algún motivo nos parecía interesante. Salman Rushdie venía de publicar una novela cuyo protagonista, Gerónimo, está inspirado en el pintor, y dos capítulos del último libro de Laura Restrepo están dedicados al cuadro. En el caso de la soprano Renée Fleming, lo suyo fue más un sorprenderse por lo que estaba viendo tan de cerca.
¿Quiénes lo sorprendieron más?
Todos fueron diferentes. La cantante española Silvia Pérez Cruz se puso a cantar. Nélida Piñón, estupenda, va clavando unas frases precisas que casi nos sirven para puntuar el documental. Miquel Barceló está muy gracioso buscando conejos por todo el cuadro. Fleming tarareó la partitura que está pintada en el culo de un personaje. Fue muy coral, muy variado.
¿La concepción del pecado varió para cada uno de ellos?
Para unos sí hay pecado y para otros no hay pecado. El Bosco quería mostrar que el mundo podía ser así y que no había nada de malo en ello.
¿Algún día se sabrá todo del cuadro?
Creo que nunca se puede llegar a saber todo, porque se pintó con la idea de que mantuviera sus muchos misterios. En aquel entonces, además, se entendían unas claves que nosotros hemos perdido. La gente vivía la religión de una forma radical. El mismo Bosco era un hombre religioso y un católico conservador.
Pero Felipe II parece haberlo superado en fanatismo, por usar un eufemismo.
No creo que Felipe II estuviera loco. Era un gran amante de la pintura. Apreció mucho al Bosco, un pintor que venía de la colección de su padre y que siguió con su nieto. Llegó a tener casi veinte Boscos. A El jardín de las delicias lo valoraba en varios sentidos: como obra arte y por lo entretenido que podía ser mirarlo y distinguir sus detalles. Yo, después de meses y meses, todavía me digo anda, ¡esto no lo había visto! Es un poco inabarcable, tiene muchas formas, muchos atractivos para entrarle.
Los demonios del bosco
Para el pintor catalán Miquel Barceló, es "como un gran día de fiebre". Según Nélida Piñón, para aclarar lo que algunas imágenes quieren decir "hay que inventar palabras". Dice Salman Rushdie que el cuadro "es el caos, duele y da miedo". López Linares cuenta cómo se filmó el testimonio del amenazado autor de Los versos satánicos: "Fue divertido porque en El Prado declararon la alarma más alta. Llegó rodeado de coches de policía. Antes de pararnos frente a la obra hicimos una visita por el museo. Era de noche y estaba vacío, pero diez guardaespaldas nos seguían a todas partes. Era una gran acumulación de seguridad y alarmas. Él está acostumbrado, no le sorprendió nada, pero a mí sí. Casi no me dejaban pasar".
Del Bosco poco se conoce. No hay registros del año de su nacimiento ni un retrato suyo fiable. Pero se sabe que murió durante una epidemia de peste, en agosto de 1516. Y que se había criado en una familia de artesanos en el pueblo holandés de 's-Hertogenbosch, aún dominado por los opresivos usos y costumbres de la Edad Media en tiempos en que Italia ya despertaba al Renacimiento. La gimnasia de aprender a moverse entre ambos períodos históricos lo convirtió en un artista extremadamente adelantado para sus días. ¿Perturbado paladín de Dios en la Tierra o gran hereje? El jardín de las delicias a muchos, más que turbarlos, los divierte. Sus pecadores parecen estar jugando. "Por más que describa unos castigos horribles no es un pintor moralista. Muestra el despiporre y el caos que recoge la temática popular en temas como la risa, los carnavales, la mala conciencia y el pecado. Los moralistas carecen de sentido del humor. Y El Bosco lo tenía. Sólo hay que fijarse en sus demonios, que no dan miedo, sino risa." Lo dice el ilustrador Francesc Capdevila, Max, uno de los más profusos y prestigiosos referentes del cómic español. En El tríptico de los encantados, que produjo para este V centenario, Max integra tres pinturas del Bosco en un trabajo narrativo-visual trenzado, como lo presenta él, "a partir de la imaginación como tormento, la melancolía como ensimismamiento y la expresión pictórica de la variedad del mundo como pasmo y encantamiento".
Un eslabón esencial
Durante seis meses el dibujante se dedicó a imaginar diálogos y ponerles palabras a esos personajes que desde hace siglos viven en un contexto potente, pero contenidos dentro del marco de un cuadro. El resultado es este cómic realizado por encargo de El Prado que se vende en la tienda online del museo y se envía a todo el mundo. Max le cuenta a La Nación revista cómo una obra emblemática puede inspirar un formato que al momento de su concepción no había sido creado.
Aunque aún no existía el género, ¿por la forma de explicar las historias la obra del Bosco podría entenderse como un cómic?
Quizá sería una exageración decir algo así. Sin embargo, no hay duda de que responde a una necesidad de narrar visualmente historias complejas, sólo que él tuvo que hacerlo con las herramientas que disponía en su tiempo. Desplegó una multitud de pequeñas secuencias insertas en un fondo espacio-temporal unificado, entonces la mirada del espectador puede vagabundear a su antojo. El instrumento fundamental del cómic, la viñeta, se desarrolló siglos más tarde. Uno sólo puede preguntarse cómo pudo tardar tanto en aparecer algo tan esencial para la narrativa visual. Siendo así, admitamos que El Bosco fue uno de los eslabones en la cadena que acabó por alumbrar el nacimiento del lenguaje de la viñeta.
500 años después se le sigue buscando una explicación. ¿Tu libro?es una absoluta libre interpretación?
Estudié a fondo toda la literatura y las interpretaciones que ha generado su obra en los siglos posteriores. Y comprendí que la grandeza del Bosco reside precisamente en la imposibilidad de reducirlo a una interpretación unívoca y definitiva. Su legado contiene una lectura para cada época y para cada persona, porque funciona como un espejo en el que cada cual ve representadas cosas que tal vez ignoraba sobre sí mismo.
¿El jardín de las delicias es herejía o utopía? ¿Un dibujante escruta las motivaciones del Bosco para crear paraíso e infierno en esos términos?
Ni herejía ni utopía, ¡yo diría que más bien es distopía humorística! Asumo –como dibujante que la mayoría del tiempo trabaja por encargo, como él, y que fue criado en el catolicismo, también como él– que se habrá visto sometido a muchas tensiones entre su evidente abismo interior y la necesidad de cumplir perfectamente con la ortodoxia social y religiosa de sus clientes, que eran la nobleza y la Iglesia. Meses antes de recibir este encargo asistí a un curso de Alberto Manguel sobre la lectura de las imágenes en el cual explicó cómo el cerebro humano está entrenado para buscar y encontrar significados incluso dónde no los hay. ¿Qué puede significar entonces que justo en el centro exacto del panel izquierdo de El jardín de las delicias?encontremos un globo ocular enorme en cuya pupila se esconde un mochuelo –buho–? Es la mirada la que crea el mundo, una cuestión que aún hoy debate la filosofía occidental. Pero El Bosco ya lo puso ahí. La mejor manera de esconder una cosa es dejarla a la vista de todos. A mí me parece una lección de metafísica al tiempo que un gag sublime. El Bosco usó el humor para resolver esas tensiones a las que debió verse sometido, ¡qué lucidez la suya!
¿Podría alguien hoy –en este contexto social,cultural e histórico– igualar o superar en genialidad una creación como El jardín de las delicias?
La calificación de genialidad sólo puede atribuirse con mucha perspectiva, desde la distancia. Y no tenemos ninguna perspectiva sobre la actualidad. Dejemos esa respuesta a los siglos venideros.
Paraíso, infierno, y en el medio, los mortales entregados al pecado. La más bella incógnita de la pintura nos deja, sin respuesta, ante la ironía de un mundo del que nos vamos sin nada, ajenos a lo que causamos, culpables de lo que no vivimos.