Mudanzas y otras pérdidas
Vivir es increíble, los cambios son para bien, crecer es una aventura maravillosa. Pero... vivir duele, los cambios duelen, crecer duele, esto último es un hecho que nuestros padres no tenían muy claro cuando nosotros éramos chicos. Se hablaba de la infancia como un lugar paradisíaco, la época de la inocencia, donde no había sufrimiento, nuestros padres nos decían "niños pequeños problemas pequeños" y les costaba reconocer el dolor que hoy sabemos que la vida nos causa a todos, incluidos los chicos.
En cada situación placentera o de crecimiento hay una pérdida, a veces pequeña y otras enorme. Porque mudarse a una casa nueva es genial pero también vamos a extrañar la casa vieja que está repleta de nuestra historia, experiencias, recuerdos; nos llevamos todas nuestras cosas pero no podemos llevarnos la mancha de humedad con la que nuestro hijo jugaba a que era la sangre de un pirata que murió en la batalla, ni podemos llevarnos el agujerito que hizo nuestra hija en la pared el día que se enojó con nosotros porque no la dejábamos comer otro caramelo. Ni podemos llevarnos a la vecina que nos convidaba sus galletitas caseras. Esto ocurre incluso cuando la casa nueva es mejor y más grande que la anterior.
En una época armé un consultorio nuevo para mí en una casita al fondo del jardín, era luminoso, tranquilo, amplio, con muebles nuevos, un lugar muy cálido y acogedor, y a pesar de eso me costó mucho mudarme del anterior, que en cambio era chiquito, oscuro, ruidoso porque daba a la calle… pero era mi consultorio hasta ese momento y no me era sencillo cortar y empezar de nuevo en un ámbito sin historia, sin recuerdos, sin vínculos. No estaba segura de poder ser la misma en el nuevo ámbito. Obviamente pude y fue genial la mudanza, pero no durante unos cuantos y largos días (por no decir meses).
Lo mismo pasa en otros temas grandes, cuando nos mudamos por trabajo a otro país o de ciudad, cuando cambiamos a los chicos de colegio o cuando cambiamos el auto, o en temas más chiquitos como dejarle la bici o un piyama a nuestro hermano menor porque nos quedan chicos, o jubilar una remera que nos gusta mucho y que ya es un harapo. Pasan los años y celebramos el crecimiento de nuestros hijos, mientras al mismo tiempo empezamos a despedirnos de la juventud, nos enojamos y nos amigamos con las primeras pequeñas arrugas y los inevitables achaques.
Rara vez se presenta un cambio que sea sólo disfrute y cero dolor. En ellos hay cuatro paradas, o estaciones: lo lindo y lo feo de lo nuevo, y lo lindo y lo feo de lo anterior. Como no queremos que nuestros chicos sufran o lo pasen mal solemos enfatizar lo lindo de lo nuevo (la casa es grande, vas a tener tu propio cuarto, está más cerca de la casa de tu amigo) y lo feo de lo viejo (casi no tenía jardín, era oscura y lejos de tu amigo) y no les validamos la otra mitad que también perciben: ellos no reconocen como propios el olor, los ruidos, los espacios de la casa nueva y por eso todavía no les gusta tanto, o extrañan un montón el ruido del tren que en esta casa no se escucha, o la forma en que entraba la luz por la ventana a la mañana, o la seguridad que les daba el reconocer cuál puerta se abría o quién se acercaba porque de tanto escucharlos lo sabían de memoria. Estas cuestiones parecen mínimas pero no lo son para los chicos, porque tienen que empezar de nuevo de cero a armar esas pequeñas certezas y seguridades que lleva tiempo armar.
Para que ellos puedan hacer un buen duelo y una despedida que les permita soltar lo anterior, que no los deje atados a lo perdido con hilos invisibles, o derrochando energía en sus intentos de no conectar con ese dolor, tenemos que hablar de los cuatro temas; aunque parezca al hacerlo que estamos haciéndolos sufrir, en realidad estamos ayudándolos a procesar e integrar en ellos lo que de todos modos está, nos guste o no reconocerlo. De ese modo los acompañamos a sortear los cambios de hoy y los preparamos para los muchos e inevitables cambios que van a llegar a sus vidas.