Mujeres muy modernas
La mujer vestida con ropa tomada del repertorio masculino es, por su potencia, la imagen que, a mi juicio, mejor sintetiza lo que en moda se entiende por modernidad.
Aún hoy la apropiación de la panoplia del hombre sigue siendo una audacia con tanta intensidad visual como la que tenía hace un siglo, cuando algunas precursoras, de las que Coco Chanel acabó siendo la más notoria, reaccionaban con esa opción, insólita por lo extrema, a las imposiciones de la belle époque y a las posteriores fantasías decorativas de Paul Poiret.
Muchas de ellas eran artistas o precoces militantes del feminismo o chicas de bonne famille con vocación de marginalidad o , como en el caso de Chanel, amantes de hombres ricos. En suma, llevaban vidas fuera de las normas y al adoptarla ropa de hombre y adaptarla a sus cuerpos con una insolencia serena no sólo rompían con el pacto estético burgués; se confirmaban también como mujeres libres, protagonistas de sus vidas.
Tuve el privilegio y la dicha de conocer en París en los años 70 a una artista legendaria, Meret Oppenheim, la del famoso Déjeuner en fourrure, nacida en 1913, que desviaba a su favor con total naturalidad las pilchas varoniles. Con apenas dieciocho años, muy bella, ya había entrado a formar parte del círculo de los surrealistas y con poco más de sesenta había adquirido una apariencia de ídolo, misteriosa y fuerte, con rasgos entre hieráticos y exóticos. Llevaba, sin corpiño, camisas de hombre arremangadas, blancas de obrero endomingado o burguesas a rayas, con un pantalón sostenido con una cuerda y no se hacía rogar para mostrarte sus calzoncillos estilo canguro, los mismos que veinte años más tarde harían la fortuna de Calvin Klein en publicidades que exaltaban los atributos viriles de los modelos y que muchas chicas –que de Meret Oppenheim no tenían la menor idea– se apropiaron en un gesto que desmentía con sentido del humor las pretensiones de esos machos de afiche.
Pero no basta con un slip. El look que nos interesa es algo serio y exige un armado riguroso. No se logra tampoco con jeans y una campera de cuero, elementos deportivos hace rato despegados de toda identidad de género. Para que el vuelco de sexo tenga vuelo y trascienda, la mujer debe recurrir a prendas de la más estricta calidad sastreril, fieles a la tradición, sin concesiones a su feminidad. Lo que otorga su pleno sentido a la usurpación que ella efectúa no es el gesto en sí sino la carga efectiva del traje de hombre clásico que, pensado como emblema de una situación social estable y respetable, confiere a su portador una seguridad visible y palpable.
Al vestir el traje, la mujer se adueña entonces de una estampa elegante que es a la vez una coraza dúctil y de todos los atributos que le permiten funcionar como tal. Y en el instante mismo, lo subvierte: el contraste entre la definición rigurosa de las líneas del traje de hombre y el cuerpo femenino componen un signo gráfico que no deja de inquietar, crean un inevitable efecto de desconcierto.
Es una apuesta con riesgos, que la moda de hoy, entre indecisa y fanfarrona, no parece dispuesta a hacer. Cuando las pasarelas recuperan el masculine look, no dejan de rociarlo, la mayoría de las veces, con buenas dosis de glamour, maquillajes decididos, ornamentos importantes y melenas inequívocas que atenuan la intensidad de la silueta hasta banalizarla. La moda refleja la sociedad en que surge y la de hoy, acobardada, se refugia en lo decorativo.
Elegirán entonces la opción au masculin quienes tengan un estilo propio y se sientan tan libres y modernas como Marlene Dietrich, star y transgresora, en la foto que aquí vemos, tomada en Hollywood, no ayer sino en 1930.