Negociación de los cuerpos
En octubre de 2015 dirigí un taller, en el Centro Cultural Kirchner, que llamé Cuerpos Negociados. En junio de ese año había tenido lugar la primera gran convocatoria de #NiUnaMenos, el encuentro de mujeres que se define como un grito colectivo contra la violencia machista. Desde entonces, por el impulso incontenible de la creciente oleada feminista, se encendió y extendió de manera imprevista al discurso cotidiano la discusión en torno a los mandatos sociales –un hilo conductor mayor de mi taller. Así es que me parece oportuno traer ahora aquí, a este espacio abierto, lo que hace menos de tres años llevé a un contexto por cierto muy restringido.
Entiendo por cuerpos negociados todos los que entran, lo quieran o no sus portadores, en la urdimbre de transacciones que hacen las veces de lazo social en este tiempo nuestro del consumismo; toda una trama de negocios regidas por pautas financieras, patentes o larvadas, en la que los cuerpos cumplen una función de mercancía. El título alude también a otras negociaciones, simultáneas pero a contrapelo de la trama, o por su revés: son los itinerarios alternativos, con mucho de rasgadura, de quienes anhelan escapar de ese tejido constrictor, quienes buscan sacar al cuerpo de esa condición de producto que se pretende imponerle.
En la palabra negociación vimos contenidas otras que nos sirvieron de contraseña para entrar a los temas que hicieron funcionar aquel taller. En primer lugar, en negociación está la negación que la sociedad de consumo aplica a aquellos cuerpos a los que, por no cumplir ninguna función rentable, le resulta improductivo dar cabida. Cuerpos invendibles, no comercializables, no aptos para el mercado y, como tales, excluidos, invisibilizados, ninguneados. También oculto en la negociación está el ego. Un eximio negociador, o al menos así él querría creerlo, representante solo de sí mismo, que se enfrenta aquí a un maestro avezado en cuanto a tratos y contratos, el gran sistema consumista. Es el encuentro del Doctor Fausto con Mefistófeles. A cambio de su autonomía, es decir de su subjetividad, y a la vez de sus dineros, el demonio del consumismo va a dotar al pequeño ego individual de signos exteriores –mercaderías con logotipos, ornamentos de marca– que crearán en él la ilusión de ser y de existir; de ser alguien (un ser consumidor), de existir para algo (consumir) y de tener así garantizada su pertenencia al mundo ideal del consumismo.
En ese paisaje, un laberinto de vidrieras iluminadas en continua renovación, ni siquiera la única verdadera posesión de lxs consumidorxs, sus propios cuerpos, resulta válida en su estado natural. Se hace imperativo refigurarlo por vías diversas. Corregirlo, vaciarlo o rellenarlo, y recomponerlo, según los métodos de la industria de la cirugía plástica. Dibujarlo, pulirlo, iluminarlo tal como dicte la industria cosmética. Mantenerlo esbelto o darle volúmenes llamativos, trabajarlo en el léxico de la industria del entrenamiento físico. Y vestirlo, adornarlo, de acuerdo a las novedades de la moda –de ser posible–, las de la semana que viene.
Y todo ello para ser ¿quién?, ¿qué? Una apariencia prestada. Prestada y efímera, ya que está programada la obsolencia de cada uno de los elementos que la componen. Como nos mostró Zygmunt Bauman, en la sociedad de consumidorxs de productos, esxs consumidorxs son otro producto más. Pero en su caso, son a la vez agentes de venta. Deben a la vez seducir a la clientela y saber venderse. Sus cuerpos son los envases, que han de enganchar a lxs compradorxs. Pero es posible escaparle al espacio que el plan consumista nos tiene destinado en sus góndolas. Bauman confiaba en "la obstinación del sujeto humano que resiste valerosamente los embates constantes de la cosificación". Es de esas resistencias que charlaremos la próxima vez.
El autor ha colaborado en Vogue Paris, Vogue Italia, L'Uomo Vogue, Vanity Fair y Andy Warhol's Interview Magazine, entre otras revistas