Alan Romero -26 años, camisa a rayas, pantalón negro, zapatos de punta- baja del colectivo en Retiro y camina hacia su casa. El trayecto es corto, son unas seis, siete cuadras hasta la Villa 31, y él vive justo en una de las primeras casas. Cruza la feria, que se instala tres veces por semana en su puerta, y sube por una escalera caracol hasta el segundo nivel.
Es el piso más tranquilo. En el de abajo viven dos de sus hermanos con sus parejas y sus hijos, unas nueve personas. Pero no por eso es silencioso. La televisión está prendida y la puerta, cerrada, pero, de todas formas, el barullo exterior es imposible de ignorar. La risa de los niños en la calle, los gritos de los feriantes y la música que suena en la esquina parecen estar dentro del pequeño departamento, donde vive junto a su novia y su madre.
“Imaginate lo que es estudiar con este ruido. Y más para mí, que soy muy disperso”, dice Romero, entre risas, mientras descarga su mochila de trabajo. Ninguna distracción, sin embargo, logró alejarlo de su objetivo principal. El mes pasado, el joven aprobó sus últimos finales de la carrera de psicología, coronándose no solo como el primero en toda su familia en obtener un título universitario -y en haber terminado el secundario- sino también el primero de todos sus vecinos. Él y su familia no conocen a ninguna otra persona del barrio que tenga un título de grado.
Alan tiene muchos proyectos ambiciosos a futuro. “Me gustaría hacer un posgrado, no sé si en neuromarketing o en orientación vocacional o en psicología positiva. Y me encantaría, más adelante, ser docente universitario o director -dice, hace una breve pausa y sonríe-. Vos le llegabas a decir al Alan de los 14 años que de grande iba a querer ser profesor y se te mataba de la risa”.
“Yo era un tiro al aire”
Alan, el menor de cuatro hermanos, nació en la villa 31. Sus padres, provenientes de San Luis, se asentaron allí dos años antes, en 1993, en busca de oportunidades laborales en la gran urbe. Ella consiguió trabajo como empleada doméstica y él se dedicó a las ferias.
Alan y sus hermanos cursaron sus primeros años de primaria en la escuela Banderita -actual Polo Walsh-, pero, pocos años después, debido al “ambiente pesado” que había en esa institución, sus padres decidieron cambiarlos al Colegio Fili Dei, una institución religiosa y privada, pero con una cuota mínima, ubicada a tres cuadras de su casa.
A los 15 años, Alan se sentía saturado. “Yo quería salir de la 31, conocer personas de otros lados, conocer cómo se vivía afuera, saber tomarme un colectivo. Nosotros casi no salíamos del barrio. Solo conocía la calle Lavalle, porque íbamos al cine ahí, pero nada más. Me dejabas en microcentro y me perdía”, cuenta.
Fue por eso que le pidió a sus padres si podía inscribirse en el Colegio Nº 2 “Domingo F. Sarmiento”, ubicado en Libertad y Juncal, Retiro. El 60 por ciento de sus compañeros eran vecinos suyos. Pero el restante 40 por ciento era de otros lados. “Tenía compañeros de Recoleta, Monserrat, Merlo. Otros estilos de vida. Me encantaba aprender otras cosas. Conocí lugares lindos, plazas. El primer año repetí, porque se ve que el colegio tenía un nivel más alto del que yo estaba acostumbrado, pero después me acostumbré”, dice.
La motivación por el estudio, sin embargo, no llegó sola. Él considera que si no fuera por un hombre en particular, Narciso Ocampo, no hubiese siquiera terminado el secundario.
A Ocampo lo conoció cuando cursaba su anteúltimo año. Ya sabía que se llevaba a diciembre unas ocho materias, no porque le resultaran difíciles, sino simplemente porque no había querido estudiar durante el año. El colegio le propuso, dado su bajo desempeño, participar de un programa de la Fundación Conciencia, que consistía en asignarle un tutor que lo impulsara a terminar el secundario.
“Yo era un tiro al aire, hasta que Narciso, mi tutor, me fue convenciendo, convirtiendo. Me decía: ‘Alan, tenés que terminar el secundario. Si no lo terminas, no vas a tener un analítico. Sin el analítico, no vas a poder tener una entrevista. Si no tenés una entrevista, no vas a conseguir trabajo. Él era gerente de una sucursal de un banco. Para mí, era como una autoridad, alguien a quien yo le podía seguir el ejemplo”, recuerda.
-¿Y fue ahí que surgió la idea de estudiar en la universidad?
-No. Él solo me decía que terminara el colegio. Para mi, la universidad no era una opción. Casi no sabía lo que era una universidad, porque acá, en el barrio, no se escuchaba esa palabra. Ni me lo cuestionaba porque no me sentía capaz. Hasta que un día en la plaza, mi novia Flor -una compañera de la secundaria, que vivía en Merlo, con quien sigue en pareja- me preguntó qué me gustaría estudiar si pudiera hacerlo. Yo le dije que psicología, porque siempre fui muy de escuchar, de aconsejar. Cuando estaba terminando el secundario, en el colegio me comentan sobre una beca de la Pastoral San Lucas -La beca UADE y Noticias-, que tenía convenio con la Universidad de la Empresa (UADE). Yo pregunté: ¿hay psicología en esa universidad? Y cuando me dijeron que sí, decidí anotarme. Me animé. Aprobé los dos exámenes de ingreso y dije: ‘lo logré’. Yo ya estaba hecho, para mí fue un orgullo el simple hecho de pisar la universidad. Estaba tan acostumbrado a escuchar que uno no podía…y yo pude. Derribé el mito.
Alan pasó a ser el mayor orgullo de su familia y también de sus amigos del barrio. Todos lo apoyaron, dice. Pero enseguida empezaron los problemas, académicos y económicos.
-¿Pensaste en dejar la carrera en algún momento?
-Si, varias veces. La primera fue en el primer año, cuando me tocó cursar Historia. Me parecía muy difícil todo: entender, redactar. Después, en la mitad de la carrera, con Estadística. La cuarta vez que la cursé la aprobé, pero en la tercera lloré. Lloré por una materia. Eso era algo impensado para mi. Era la frustración: lo intentaba y no me salía. Hasta que un día me salió, y aprobé. Ahí me di cuenta de que ya no me paraba nadie, que me iba a recibir.
Los problemas económicos también lo hicieron pensar en bajar los brazos. La beca de Alan era del 150%: el total de la carrera y un 50% del valor de la cuota para solventar gastos en materiales de estudio y mantenerse. Pero, como no era suficiente para vivir, él trabajaba como feriante, con su padre. Todos los miércoles, sábados, domingos y feriados, él vendía en la feria del barrio choripanes y objetos que dependían de la época: cuando se acercaba el día de la madre, regalos del día de la madre. Después, regalos del día del padre, navidad, huevos de pascua. Y así. Con eso solventaba sus principales gastos. Pero la situación se volvió cada vez más difícil.
Para 2017, el dinero de la beca y de la feria ya no eran suficientes y se atrevió, -algo de lo que no se arrepiente- a pedirle trabajo al director de su universidad. Él le consiguió un puesto en el departamento de Ingresos. Al principio, eran cuatro horas; después pasaron a ser seis, y ahora, ocho. “Me encanta mi trabajo. Tiene mucho que ver con psicología, porque charlo con los chicos interesados en entrar”, cuenta.
Estudiar en la universidad, dice, le cambió la vida. ”Yo ahora te estoy hablando así, con todo este vocabulario. Pero antes no hablaba así. Yo hablaba con jerga de la calle, con un lenguaje tumbero. Ahora, manejo un vocabulario que me lo dieron los libros, la universidad, el empezar a trabajar. Eso, imaginate, es oro para mi, es como ser millonario pero sin el dinero”, dice, con una sonrisa.
“No me quiero ir del barrio”
Son muchas las razones por las que Alan querría dejar la Villa 31 y mudarse a alguna otra parte de la capital. “Acá tenés la muerte sin buscarla. Podés caminar en una hora que no era, un día que no era y terminar muerto. Es feo vivir con ese miedo”, dice. Pero son muchas más las razones por las que se quiere quedar ahí. Su proyecto es poder acceder a comprar, junto a su novia, uno de los departamentos de las nuevas urbanizaciones que está haciendo el gobierno porteño en el barrio.
“Mi idea es, desde acá adentro, inspirar a otros. Muchos chicos no tienen a una persona, un soporte atrás que les diga: ‘vos podés, vos podés cumplir tu sueño’. Todos tenemos sueños y se pueden cumplir, pero necesitamos a alguien que nos motive, que nos empuje, como hizo mi tutor conmigo. Y yo quiero dedicarme a motivar a otros”, anticipa.
En los últimos años, ya empezó a motivar a algunos pocos, principalmente a sus hermanos y amigos. “Después de mucha insistencia, logré que mis hermanos se anotaran en el plan educativo finES y el plan A Distancia para terminar el colegio. También intento que lo hagan mis amigos. Siempre les digo lo mismo: ‘¿cuándo vas a terminar el colegio?’ Parezco un evangelista tratando de evangelizar a todos los pibes -se ríe-. Con el trabajo, lo mismo. Les digo: ‘¿Me pasas tu currículum? ¿Lo mandaste por ZonaJobs? ¿Por Boomerang?’ Intento usar todo lo que aprendí para motivarlos a conseguir un trabajo que les guste”, dice.
Romero espera poder profundizar esta labor una vez que termine con la tesis de la facultad, que está en plena elaboración y le consume mucho tiempo y energía. “Cuando ya no tenga compromisos académicos, me gustaría ser tutor de varios pibes. Devolver un poco lo que recibí. Me gustaría transmitirles que se puede salir de acá. No del barrio, sino de la mentalidad del barrio. Porque uno conoce solo esto, pero hay algo, otra vida, más allá”.
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