No es el rugby, es la manada
A Fernando Báez lo mataron entre diez mientras alguien filmaba de lejos con su telefonito, y seguro es mejor que lo haya hecho, porque gracias a eso hubo más pruebas para identificar a los asesinos. Pero, entre tanto horror, impresiona también ahora pensar en esa muerte registrada para las redes: chicos que pasan y miran, que siguen caminando como si una pelea brutal -mortal- a la salida del boliche fuera parte del paisaje urbano, policías que no intervienen, un grupo que charla y cada tanto mira de costado a ver cómo sigue, y alguien que, en vez de desesperarse por romper el scrum que rodea a un chico indefenso y moribundo como si fuera una cosa –algo que van a patear hasta que no se mueva, arengándose para matarlo como si estuvieran por gritar un try–, filma a distancia para que después esa muerte se vuelva viral.
¿A Fernando lo mató el rugby? La carta abierta del jugador rosarino Tomás Hodgers se hace cargo: "Sí, fuimos nosotros. Nos creemos moral y físicamente superiores". Tiene lógica, aunque no eran rugbiers, por ejemplo, los cinco acusados de violar en masa a una mujer en las fiestas de San Fermín, en España, en 2016, en el caso "La manada", que dio la vuelta al mundo por los masivos cuestionamientos a la levedad de las condenas -se consideró en primera instancia que sólo hubo abuso porque la víctima no se resistió-. ¿Por qué se llamó "La manada"? Ese era el nombre del grupo de Whatsapp que compartían los acusados, y al que mandaron el video que grabaron mientras lo hacían ("Follándonos a una entre los cinco", escribieron"). No registraron el daño, ni les bastó con violarla en grupo, tuvieron que compartir su hazaña por chat. Tampoco parece haber un registro del daño entre los asesinos de Fernando que, después de matar, tuvieron resto para inculpar a un inocente que era blanco de su bullying. De nuevo, ¿es un deporte, una clase, un modelo de crianza? Los violadores de San Fermín no eran rugbiers, pero los asesinos de Fernando también actuaron "en manada".
A principios de los noventa, el psiquiatra norteamericano Chris O’Sullivan estudió campus universitarios donde había un gran número de violaciones en grupo y casos de acoso sexual. O’Sullivan vio que el entorno no percibía el crimen cuando entre los involucrados había un atleta (o un grupo de atletas) popular. La comunidad tendía a defenderlos y culpaba a la víctima por el problema que le causaba al equipo. Casi siempre, en lugar de decir "violación en grupo", se hablaba de "sexo grupal". Es lo mismo que ahora comienzan a revelar los testimonios de los vecinos de Zárate. Los asesinos de Fernando eran habitualmente violentos, pero esa violencia se minimizaba: la comunidad los protegía porque eran buenos deportistas, cortaban el pasto y ganaban partidos. Las violaciones en grupo, concluyeron varios estudios, tenían lugar entre grupos de varones con un vínculo fuerte: eran equipo, parte de una fraternidad, vivían o entrenaban juntos, compartían sus experiencias sexuales. Eran parte de una cultura que toleraba que trataran a quienes eran considerados "física y moralmente inferiores" así.
En estos años hablamos mucho de la solidaridad entre mujeres: decimos que nos encontramos y nos hicimos fuertes como colectivo. Hablamos menos de cómo para muchos varones el grupo funcionó, durante siglos, como transmisor y hasta fomentador de comportamientos violentos: era parte de un rito de iniciación y, más adelante, de reafirmación de la masculinidad. Entiendo que existen formas de agrupación o solidaridad masculinas positivas: el fair play, la unión de los no violentos frente a la soberbia del macho alfa, el poderoso, el dominante; los mismos motores que nos mueven a nosotras. Tampoco quiero caer en una falsa dicotomía: que frente a ese "nosotras" solidario femenino, hay un "nosotros" solidario masculino que siempre es negativo. Hay colectivos positivos y negativos para ambos sexos. Pero es hora de dejar de naturalizar esas conductas machistas que terminan por matarnos: las de la patota, las de la manada, esas que a veces nos limitamos a filmar con nuestros telefonitos, como si fueran parte del paisaje urbano.