Angélica todavía era una niña cuando con sus padres y sus hermanos se mudaron a Martín Coronado, provincia de Buenos Aires. Por aquellos años, trabajar duro desde pequeños formaba parte de los principios de su familia, un hogar en el que nada sobraba y todo debía ganarse con gran esfuerzo. Fue así que apenas cumplió los trece, comenzó en una fábrica de suéteres tejidos, un lugar extraño para sus ojos casi infantiles, y colmado de artefactos que hacían contraste con la calidez de la lana.
Angélica puso mucho empeño en su empleo y, de a poco, aquel entorno se transformó en su segundo hogar. Estaba muy agradecida a la dueña del espacio, una mujer con un corazón inmenso que le enseñaba y la acompañaba en sus labores. "Una señora que me demostró mucho cariño; la llevo en mis recuerdos con mucho amor".
Jorgito
Poco sabía la jovencita acerca de su empleadora y en su imaginación creyó que se trataba de una mujer muy independiente y que vivía sola. "Pero una mañana, muy temprano, vi entrar a un muchachito de unos diecisiete años y me enamoré por primera vez en la vida. Llevaba un equipo de trabajo azul y una valija de herramientas. Siempre lo recuerdo con sus ojos verdosos, su cabello castaño y sus largas pestañas. Era adorable", recuerda con profunda emoción.
Se trataba de Jorgito. Entre ellos creció rápidamente una amistad fuerte, sólida como la de los buenos hermanos. Sin embargo, había algo que él le había omitido y que confesó tiempo después: era el hijo de la dueña de la fábrica. Cuando Angélica lo supo el alma se le fue del cuerpo y sintió que quería morir. ¡Se había enamorado de un imposible, de una persona ajena a su realidad! Aun así, su vínculo permaneció inquebrantable hasta que Jorgito ingresó a la facultad y los días de complicidad se espaciaron. "Por otro lado, mis padres no querían que me haga ilusiones y prefirieron que me aleje. Lo cierto es que me había encariñado con la madre y su hijo, pero veníamos de mundos diferentes y finalmente dejé la fábrica".
El lazo que Angélica había construido con su empleadora era tan bello, que fue esta quien le consiguió un nuevo empleo en una heladería que quedaba cerca de su casa. "Por entonces ya tenía quince y, en mi único franco, volvía al taller con cualquier excusa. Cuando escuchaba la voz de Jorgito me derretía de amor".
Sin embargo, Jorgito ya era un hombre de estudios y cada día se alejaba más de sus ilusiones. Pronto Angélica supo que él tenía una novia en la facultad y su corazón se rompió en mil pedazos. "Me dolía el cuerpo entero del dolor, que mantenía oculto".
Cielo estrellado
Tres años pasaron sin que Angélica dejara de pensar un solo día en él. Una tarde como cualquier otra, pasó por la fábrica a tomar unos mates con Jorgito y su madre, cuando inesperadamente quedaron solos. "Yo tenía dieciocho y él veintidós, y nos dimos nuestro primer beso y mi mundo cambió para siempre. Ahí mismo me pidió de vernos por la noche y le dije que sí con mi corazón desbordando de felicidad", rememora conmovida.
Pero su cielo estrellado no duraría mucho más. Él nunca apareció; tenía una novia, la correcta, la del éxito social y tenía miedo a hacerla sufrir sin saber que, al distanciarla de él, lo que le provocaba era el mayor de los dolores. "Entonces hice mi vida, me puse de novia y a Jorgito lo llevé siempre en mi corazón".
Jorge se casó y tuvo sus hijos; Angélica tuvo dos hijas, aunque nunca contrajo matrimonio.
Verdadera felicidad
Una tarde, muchos años después, Jorge ingresó al negocio del padre de Angélica y allí estaba ella, que levantó su mirada y al verlo lo supo: ¡Él la amaba! "Creí que me iba a desmayar de la alegría. Ninguno de los dos llevaba un anillo. Él se había separado a los pocos años de casarse y yo nunca lo había hecho porque sabía que estaba enamorada de él. Finalmente libres, nos demoró un largo tiempo más, pero por suerte llegó el día en el que nos animamos a apostar por nuestra verdadera felicidad", concluye sonriente.
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