Nobleza en juego
Está acorralada judicialmente y acusada de negocios espurios junto con su marido. De cómo la infanta Cristina, hija de los reyes de España, ha puesto a la monarquía en el ojo de la tormenta.
MADRID.– "Tienes que divorciarte." Las palabras de su hermano menor, el príncipe Felipe, retumbaron en el Palacio de la Zarzuela, convulsionado por un escándalo que ya entonces, en el otoño de 2011, se adivinaba devastador para la corona de España. Ella lo escuchó, pero ya había tomado una decisión: "Voy a estar con él hasta el final".
Dos años y medio después la infanta Cristina de Borbón y Grecia descubrió en toda su dimensión adónde la condujo el apoyo incondicional a su marido, Iñaki Urdangarin. En pocos días deberá responder ante la justicia como presunta artífice de una maniobra de evasión fiscal y lavado de dinero, vinculada a la estafa millonaria con dinero público por la que está acusado su esposo.
Deprimida, dolida con el resto de la familia real y siempre fóbica a las miradas intrusas, la segunda hija del rey Juan Carlos I vive recluida con sus cuatro hijos en Ginebra mientras en Madrid se agiganta la crisis que hunde en el desprestigio a la monarquía. "Es una mujer enamorada, que ha confiado, confía y confiará contra viento y marea en su marido", la define su abogado Jesús María Silva.
¿Amor o complicidad? Ésa es la cuestión en este drama de tintes shakespeareanos. Si se trata de mostrarla como una esposa ingenua, a la infanta Cristina le juega en contra el personaje que ella se dedicó a construir laboriosamente en los últimos 30 años.
Quiso huir pronto del palacio en el que nació en 1965, cuando su padre todavía era el príncipe de una dinastía trunca y pugnaba por asegurarse que Franco lo designara su sucesor. Desde la adolescencia soñaba con salir de la burbuja de protocolo y formalidad. Ser independiente. Casarse por amor. Demostrarle al mundo que podía tener una vida de éxito a partir de sus virtudes y no por haber nacido en cuna de oro.
Le decían "la infanta rebelde", aunque sonaba a cumplido para una mujer que jamás se apartó demasiado de una senda de privilegios. Apenas terminó la secundaria, se instaló en un piso del coqueto paseo Rosales, en Madrid, cercano a la Universidad Complutense, donde se licenció en Ciencias Políticas. Terminaban los 80 y eran años violentos en los que ETA había amenazado con secuestrarla. Un ejército de custodios la acompañaba adonde fuera. Igual que ahora.
Le fascinaba el deporte y –ventajas de que los reyes sean los padres– consiguió representar a España en los Juegos Olímpicos de Seúl 88: integró el equipo de yachting y, pese a que no llegó a competir, fue la abanderada de la delegación.
Completó sus estudios en Nueva York, vivió un año en París como becaria de la Unesco y en 1992 se mudó con su compañera de regatas Vicky Fumadó a un piso en Barcelona.
Lejos de la corte, encontró su lugar en el mundo en esa ciudad de gente discreta en donde hasta la hija del rey puede pasar inadvertida, conseguir un empleo de 9 a 6, divertirse, tener sus aventuras. Ser invisible.
El flechazo
"Alucino: ¡estoy colada por un jugador de balonmano y no sé qué hacer!" Cristina sorprendió con el anuncio a su prima Alexia de Grecia una noche del verano de 1996 en Palma de Mallorca.
Rubio, ojos azules, entrador, un galán de 2 metros con reminiscencias del hombre perfecto, "Txiki" Urdangarin era una celebridad del handball, un deporte de alcance modesto. Jugaba en el Barça y ganaba 15 millones de pesetas al año (lo que hoy serían unos 7000 euros al mes) que le permitían a ese veinteañero criado en una familia vasca de clase media intuir los placeres de la buena vida.
Cristina lo conoció trabajando de infanta durante los Juegos Olímpicos de Atlanta 96. Ella había ido con su madre, la reina Sofía, y con su hermano Felipe a saludar a la selección española de handbol, que competía por el bronce. "Se enamoró de él apenas verlo", cuenta Consuelo León, biógrafa de Cristina.
Esa noche la invitaron a un festejo de todos los deportistas españoles, entre los que había algunos de sus amigos de los días en que ella jugaba a ser competidora olímpica. Allí hablaron por primera vez. Cristina tenía 31 años; él, feliz después de haber ganado la medalla, 28.
Dos semanas después volvieron a verse en Barcelona y empezaron a salir, siempre rodeados de amigos que juraron mantener el secreto de Estado. "Ella sabía que iba a tener que derribar muchas barreras para casarse con un deportista", agrega León.
Introvertida, celosa de su intimidad, Cristina vivió su noviazgo en pánico a ser descubierta. Ese temor la acompañaba desde siempre. Uno de sus pocos novios semioficiales, el deportista extremo Álvaro Bultó (fallecido el año pasado en un accidente), relató una vez: "Cristina siempre ha tenido aversión a la prensa. Una tarde, estando solos en su casa, retiró mi mano de su cintura. ‘¡Cuidado, que pueden vernos!’, dijo. ‘Pero si estamos en un cuarto piso’, le respondí. ‘Da lo mismo, ¡estos cabrones trepan!’, respondió."
Acaso por cortar ese calvario, la infanta y la estrella del handball decidieron formalizar apenas empezaron a correr rumores.
El 30 de abril de 1997, Urdangarin y Cristina se exhibieron de la mano, caminando por los jardines del Palacio de la Zarzuela. Ella iba de blanco, con traje y pantalón, foulard y pelo suelto; una mujer moderna, ajena a la pompa que la rodeaba. Juan Carlos acababa de aprobar el casamiento de su hija, todavía sin digerir del todo que ese plebeyo ceremonioso hasta la torpeza pasaría a integrar la familia real.
Entre los españoles que se sorprendieron con el anuncio televisado del enlace estaba Carmén Camí, una catalana que hasta ese instante creía ser la novia de Urdangarin.
La boda atrajo a 1500 invitados y el desfile de los novios hizo desbordar las calles de Barcelona. El rey les regaló algo que sólo él puede dar: un título nobiliario. Cristina y Txiki se convirtieron en los duques de –su adoradísima– Palma de Mallorca.
Los años dorados
El día que cumplió los 42 años, en junio de 2007, Cristina convirtió su casa en la versión posmoderna de un templo oriental. Decorados de dragones, lámparas de luz roja en el jardín y mesas repletas de un sushi celestial, elaborado por un maestro japonés que cobró 1412 euros por sus servicios.
La cuesta de la calle Elisenda de Pinós, en el señorial barrio barcelonés de Pedralbes, se pobló de coches con vidrios polarizados que hacían fila para llegar a la fiesta.
Cristina e Iñaki eran los anfitriones ideales. El palacete que habían comprado cuando estaba casi en ruinas, en 2004, al fin lucía su esplendor: 1200 metros cuadrados construidos, tres plantas, una suite matrimonial de 10 x 10, sala de baile para 100 personas, la terraza con vistas al Mediterráneo y ese parque de 1300 metros cuadrados desde el que se divisaba el cerro Tibidabo, en el otro extremo de la ciudad. Toda una fortaleza protegida por muros altos de los que asomaba una cuidada vegetación. El famoso Palacete de Pedralbes, origen de todas las sospechas.
Según la escritura, pagaron 6,3 millones de euros que cubrieron con una hipoteca de 5,1 millones que les concedió La Caixa, el grupo financiero catalán en cuya fundación trabajaba la infanta desde hacía 10 años. Se comprometieron a pagar 14.500 euros al mes de cuota. El rey les prestó 1,2 millones para la "entrada".
La carga era pesada. Ella ganaba un sueldo de 90.000 euros brutos al año, lo que se sumaba a la asignación que le pasaba su padre por cumplir con las funciones protocolares como infanta (unos 72.000 euros anuales). Urdangarin, ya retirado del deporte, estudiaba ciencias empresariales y buscaba la solución para mantener el tren de vida que se habían propuesto.
Elaboró el plan perfecto. Junto con Diego Torres, su profesor en la escuela de negocios, puso en funciones el Instituto Nóos, una "entidad sin fines de lucro" dedicada a organizar grandes eventos de promoción del deporte.
La chapa de la familia real era el pasaporte al éxito. Cristina fue inscripta como "vocal" de la ONG y su nombre resaltaba en los folletos promocionales. Las puertas de municipios y gobiernos regionales se abrieron de par en par al yerno del rey. A veces a regañadientes, otras con esperanzas de conseguir favores a cambio, la Comunidad Valenciana y el gobierno de las islas Baleares, entre otros, le otorgaron contratos sin licitación por más de 10 millones de euros para organizar unas actividades que sorprendían por la austeridad de contenidos.
Por entonces, Cristina e Iñaki registraron a medias una sociedad llamada Aizoon, con un capital de 3006 euros y la función declarada de comprar y vender propiedades. Esa inmobiliaria que nunca vendió una casa se convirtió en una mina de oro. Allí terminó, después de un rudimentario trasiego de facturas simuladas entre empresas fantasma, la mayor parte del dinero público "para beneficencia" que Urdangarin obtenía con Nóos.
"Ella no es tonta. Es una chica preparada, que trabajaba para una entidad financiera y que en más de una ocasión hizo intervenir al rey para aceitar los contactos de su esposo", sostiene Jaime Peñafiel, decano de los periodistas especializados en la monarquía.
La plata fluía. Cristina seguía con su vida de ejecutiva con aires misteriosos: ambiciosa, competitiva, distante por igual en sus relaciones laborales como en los actos benéficos a los que la obligaba su condición de infanta.
Algunos achacan su forma de ser al síndrome del hermano del medio. Elena, la primogénita, fue la favorita de Juan Carlos. Sofía se desvivió por Felipe, siempre rodeado de atenciones por su aura de heredero.
"Cristina es una mujer de carácter fuerte, muy constante y que luchó mucho por mantener una vida al margen de la Casa Real", señala Andrew Morton, biógrafo de la familia Borbón.
Ser y no ser. Cristina se dejaba ver un día comprando ropa prêt-à-porter en Zara y al siguiente, disfrutando a todo lujo de los paisajes tradicionales del jet set español. Los veranos: yate y playa en Mallorca; los inviernos: esquí en el refugio de Baqueira Beret, en los Pirineos.
El derrumbe
El castillo de naipes se desmoronó en cámara lenta. El rey se alarmó ya en 2006 por los comentarios y quejas que le llegaban sobre las gestiones extravagantes de Urdangarin. Le ordenó a su hija borrarse del Instituto Nóos y a su yerno, bajar el perfil de sus negocios.
Urdangarin siguió adelante con actividades más discretas: en los siguientes dos años embolsó al menos 1 millón de euros por asesorías inexistentes a empresas que soñaban con el favor de la Zarzuela.
En 2009, la Casa del Rey anunció que los duques de Palma se mudarían a Estados Unidos. A él le habían conseguido un alto cargo como ejecutivo de Telefónica en Washington DC. A un océano de distancia del escándalo del que todavía nadie hablaba.
Pero en Mallorca un juez testarudo de nombre simplón, José Castro, se topó por casualidad con la caja de Pandora mientras investigaba un caso de coimas en la obra de un velódromo. Entre una pila de documentación descubrió unos mails con intercambios sospechosos entre Urdangarin y funcionarios del gobierno balear, el mayor aportante a las arcas de Nóos. Tiró de esa cuerda durante meses y descubrió que era la mecha de una bomba.
En 2011 estalló. España –en pleno desastre económico, devastada por el desempleo, los desalojos y la pobreza– descubrió que el hombre perfecto se había enriquecido desviando dinero público.
"Cristina se enfrentó a un dilema. Si permanecía con él, ensuciaba la corona de forma indeleble. Si se divorciaba, se enfrentaba a la infelicidad, porque ella está enamorada", agrega Morton.
El rey, descolocado, borró a Urdangarin de la página web de la Casa Real y con el tiempo relevó a Cristina de sus funciones institucionales.
El escándalo no paró de crecer. El 29 de diciembre de 2011 Urdangarin fue acusado de fraude al Estado, un delito por el que podría terminar preso. Su socio había entregado al juez cientos de correos reveladores no sólo de los negocios del yerno del rey, sino también de aparentes infidelidades.
Cuando volvieron a Barcelona desde el exilio americano, Cristina e Iñaki se encontraron del lado de los enemigos. Tuvieron que irse dos veces del Real Club de Tenis, al que llevaban a sus hijos, porque los recibían con abucheos. En la puerta del palacete de Pedralbes hacían guardia día y noche grupos de paparazis. Cristina ya no se hablaba con su hermano Felipe y su relación con el rey se enturbió.
Jamás consideró siquiera las presiones para que se divorciara, dicen quienes la conocen. Tampoco se planteó renunciar a sus derechos dinásticos –es séptima en la línea de sucesión del trono– ni devolver el título de duquesa, gestos simbólicos que parte de la familia esperaba de ella para aplacar el malestar social con la monarquía.
La crisis la volvió aún más arisca, distante. Cambió de número de celular y cortó el trato con muchas de sus amistades.
Volvió a alejarse a mediados de 2013, cuando el juez Castro ya había intentado imputarla por primera vez y un tribunal la salvó in extemis. La Caixa la destinó en Ginebra, capital de la discreción. Se mudó con sus cuatro hijos y la custodia estatal de nueve personas que tiene asignada. Urdangarin no pidió la residencia en Suiza, pero vive con ellos la mayor parte del tiempo. Viaja seguido a Barcelona, donde se aloja en un departamento. Ya no pisa el palacete, al que puso en venta poco antes de que lo embargara la justicia.
En la familia real es Sofía quien más se esfuerza por contener a la hija en problemas. Ella fue quien invitó a Cristina y a Urdangarin a compartir en la Zarzuela la cena de Nochebuena, que empezó minutos después de que los españoles vieran a Juan Carlos I prometer "ejemplaridad y transparencia" en su tradicional mensaje televisado por las Fiestas. El príncipe Felipe prefirió irse a celebrar a otro lado.
El fin de año la infanta, su marido y los cuatro chicos lo pasaron en París: una cena a 500 euros el cubierto en un hotel cinco estrellas frente a las Tullerías. Su desgracia iba a ahondarse una semana después. El Día de Reyes el juez Castro –desafiando el criterio del fiscal del caso y de los organismos del Estado que intervienen– la imputó y la llamó a declarar con un escrito incendiario de 227 páginas en el que disecciona la vida financiera de los duques de Palma.
Con tono novelesco, el juez describe cómo la infanta financió casi todos sus gastos personales de los últimos 10 años a través de la sociedad Aizoon, ese canal al que llegaba el dinero público que obtenía Urdangarin.
Por la contabilidad de la empresa pasaban facturas de la remodelación de su casa (436.000 euros), platos de cerámica noble, comidas en restaurantes chic de medio mundo, clases a domicilio de salsa y merengue, descargas de iTunes, safaris, entradas a la final de la Champions League, libros de Harry Potter... Llegaron a alquilarse a sí mismos el palacete de Pedralbes para simular gastos.
La ecuación era simple, según el juez. Cuanto más "gastaba" Aizoon menos beneficios declaraba, y su cuota impositiva se achicaba. Al mismo tiempo, al financiar así su vida privada la pareja usufructuaba unas ganancias que, de haberlas anotado como los ingresos personales que eran, habrían agigantado su factura del tributo a la renta.
Pensar que desconocía lo atípico de esa situación y el origen del dinero es atribuirle una "ingenuidad imperdonable", escribió Castro, por más que intentara actuar "como quien mira para otro lado".
Doña Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y Grecia, su alteza real, tendrá que vivir la humillación histórica de sentarse frente a ese juez a responder sobre supuestos delitos penados con hasta 11 años de cárcel.
Puede ser una escena perturbadora o simplemente una ironía del destino verla representar su drama en un despacho que, como todos los juzgados de España, está presidido por una regia foto de Juan Carlos I. Su padre.
¿El fin de las monarquías?
MADRID.– Jaime Peñafiel lleva media vida mezclado entre la nobleza. Este periodista español, de 81 años, acompañó a Juan Carlos I en más de 100 viajes por el mundo, cubrió decenas de bodas reales por Europa, entrevistó a reyes, príncipes y aristócratas. Es un experto en protocolo y en secretos palaciegos. Pero sospecha que tal vez su oficio tenga los días contados.
"Es difícil predecir si en 10 o 15 años seguirá habiendo monarquías en Europa –opina el actual columnista de El Mundo y a autor de una decena de libros–. La única razón de ser de las monarquías es que sus miembros sean ejemplares, y las sociedades modernas son cada vez menos comprensivas con los deslices de unas instituciones tan llena de privilegios."
El caso de corrupción que involucra a la infanta Cristina y a su esposo, Iñaki Urdangarin, es, para él, "la situación más delicada que le tocó enfrentar a la monarquía española" en 38 años de existencia. "Urdangarin usó su matrimonio con la infanta como un cheque al portador. Y ella era cooperadora necesaria y cómplice. Pensar que ella no sabía lo que pasaba en su casa, no sabía que había comprado un palacete, el tren de vida que llevaba, sería calificarla de tonta", sostiene.
¿Qué impacto tendrá en la monarquía?
España no es un país de monárquicos, es un país de juancarlistas. Acá si fallan las personas, falla la institución. En Gran Bretaña, por ejemplo, hay una tradición mucho más fuerte. Con los escándalos de Lady Di la gente condenó a las personas, pero rescató a la institución.
¿Esto puede empujar al rey a la abdicación?
En el entorno del príncipe Felipe hay gente que está fomentando la idea, pero el rey va a morir como rey. Tiene 76 años, está bien de salud y puede remontar la crisis. En Inglaterra, donde la reina tiene 87, nadie la ha sugerido que Isabel debe abdicar.
¿Con qué otro caso conocido en Europa puede compararse lo que está viviendo España?
Quizá con lo que ocurrió en los años 70 en Holanda, donde el marido de la reina Juliana, el príncipe Bernardo, estuvo implicado en el cobro de comisiones de una fábrica de aviones, la Lockheed. Él medió en una compra del gobierno holandés y recibió una gran suma de dinero. No fue juzgado, pero terminó desposeído de todos sus cargos y privilegios. En Bélgica, más recientemente, el príncipe Lorenzo estuvo implicado en negocios sucios.
¿Las monarquías en Europa tienen futuro?
La monarquía es un sistema medieval que ha llegado al siglo XXI como ha llegado. En Europa quedan 10. Han tenido que evolucionar y modernizarse para sobrevivir. Lo han hecho a través de las bodas de los herederos con personas que no pertenecen a las familias reales, que han aportado modernidad pero también vulgaridad. Un caso simbólico es el de Noruega, con Mette Marit, una persona que había tenido contactos con delincuentes, que había ejercido la prostitución. En Suecia, el rey se casó con una azafata... En Holanda tuvieron suerte: Máxima sí aportó modernidad y logró concitar muchísimo cariño. En España, la llegada de Letizia fue otro problema.
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