Nuestra tarde de amores y abejas: al disfrute de unos buenos filetes de pescado
A quel día, sin mucha antelación o planes antes del mediodía, encendí con madera de espino mi pequeña cocinita grill-plancha salteña con la ilusión de preparar un almuerzo tardío a la sombra. Había comenzado el día en el mercado de pescados, de donde llevé a casa algunos muy frescos envueltos en papel madera.
Eran las 3 de la tarde cuando, con todo dispuesto para sentarnos a la mesa, en el pico del calor del sol, estando todos reposados sobre los bancos de madera bebiendo un sauvignon blanc de Zapallar, de Viña Montes, en la terraza que da al barranco sobre la selva de los cerros del valle de Apalta, en Chile, y sin aviso alguno nos cubrió un enjambre de miles de abejas. Estaban buscando un lugar para hacer su colmena. Es primavera; todos los árboles nativos están en flor y ellas se estaban mudando de casa, un nuevo lugar donde hacer miel. Detuvieron su vuelo por unos instantes encima nuestro, y luego siguieron su camino hacia las cumbres. Todos sentimos una mezcla de pánico y nervioso asombro, el alboroto y ruido que produce semejante ejército es ensordecedor. Yo pensé en correr y resguardarnos, pero el tiempo no alcanzó. Así como llegaron se fueron, y le dieron una nota salvaje a la tarde.
Tenía en la plancha unos jugosos y frescos filetes de un pescado que en Chile llaman vieja, me explican, por su fea apariencia. Este pez, creo, es el que más me gusta desde que comencé mi restaurante en el valle colchagüino y siento que siempre luce con elegancias, texturas y sabor en nuestra mesa, cuando lo encontramos en el mercado. Me recuerda un poco por su feo aspecto al fantástico Escrófalo de las costas oceánicas del Chubut.
Es tan perfecto que solo necesita cuidado en el punto de cocción y un poco de aceite oliva con sal de mar y papa hervida. Esto me hace acordar a la ligera arrogancia del restaurante La Trainera de Madrid, donde consideran (con razón) que sus pescados (lubinas y doradas) son tan frescos y deliciosos que solo necesitan aquel mismo aderezo: sal y aceite. Porque también ellos tienen en sus mares aquellos jardines con tesoros que se extienden de pescados a pulpos, gambas y cigalas, entre otras delicias.
Para cocinar bien un pez a la plancha, esta no debe estar muy caliente. Además, tener en cuenta que la parte más gruesa de la carne debe apoyarse sobre la parte mas caliente, así se protege a la más fina para que no se pase de punto. ¡Al final en la cocina lo más importante son los puntos de cocción! Todo lo que se cocina de más o de menos le saca brillo al sabor y a la textura del producto.
Dispuse los filetes sobre la plancha ligeramente aceitada y los cociné un poco más del primer lado que del segundo, logrando crocantez sobre el primero. Antes de servirlos los golpeé con un cuchillo para quebrar y perforar un poco su carne, logrando que absorban un vinagre de malbec y generoso aceite de las colinas. Las papas que acompañaron estaban gruesas y arenosas, torneadas a la francesa.
Tanta blancura y pureza de pez y papa necesitaba un fuerte contraste. Un opuesto que despertara en la boca discrepancia, una batalla de sabores para mantenernos despiertos, lejos de tanta armonía. Bien sabe la boca y el sabor formado que para gozar en la mesa de poco sirve el maridaje; aquella unión que de tanta conciliación y concordia nos deja faltos de inteligencia de paladar y sumidos en la comodidad del gusto, adormecidos, sin sagacidad para entretener y proponer a invitados y amantes. Entonces preparé una ensalada con lechuga romana de tallo vigoroso, que corté al bies, aderezada con ajo rallado en vinagreta de perejil, pimienta y sal de mar.
Así, muy despiertos de sabores, festejamos nuestra tarde de amores y abejas.
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