Nuestra vida con Harry y Bea
El otro día, volviendo del cine, me encontré con un grupo de personas en la planta baja del edificio donde vivo. Estaban todas vestidos de negro, mirándose los pies, los hombres con kipás en las cabezas y las mujeres con pañuelos en las manos. Supe enseguida que Bea había muerto. Hacía varios meses que estaba internada y varias semanas que no nos animábamos a preguntarle a Harry, su marido y dueño de la casa, cómo estaba. "La mujer de Harry ha muerto", me confirmó una señora de pelo blanco que probablemente me vio confundido, en el hall alfombrado, con el pelo mojado por la llovizna y el bolso de la computadora colgándome de un hombro. Harry asomó la cabeza desde su departamento, con kipá y barba de varios días, y me dio un medio abrazo incómodo. Subí los tres pisos tratando de hacer el menor ruido posible.
Hace ocho años que vivimos en uno de los cuatro departamentos de la brownstone de Harry en Brooklyn Heights. Todos los meses, casi siempre antes del cinco de cada mes, le pasamos un cheque por abajo de la puerta o le tocamos el timbre para dárselo en persona. Otros días lo encuentro en la calle, al volante de un viejo Toyota marrón, o charlando con Luis, el canoso albañil puertorriqueño que hace los arreglos de la casa.
Una vez, hace años, me llevó a comer al patio de comidas de un supermercado, sobre la Bahía de Nueva York, y me contó su historia. Me contó que había nacido en Polonia, que en el colegio le enseñaron ruso, que pasó un tiempo en Suecia y que después había llegado en barco, todavía adolescente, a esa bahía que teníamos enfrente. Lo mandaron a la guerra de Corea, fue a la facultad con una beca para veteranos de guerra y en 1968 o 1969 compró, por chirolas, la casa donde todavía vive y que ahora vale millones.
A veces, Bea y Harry nos invitaban a sus cumpleaños. Bea, que estaba siempre en su sillón, recuperada a medias de un viejo ACV, hablaba bajito y se reía de los chistes de su marido, que volvía a contar, para el público renovado, que se habían conocido en una pileta pública de Brooklyn, en los años 50. Ella era la hija de un comerciante judío alemán bastante próspero; él, un atorrante polaco sin linaje ni profesión. No tuvieron hijos.
En 2009, cuando mi mujer se quedó sin trabajo y yo no tenía plata porque estaba escribiendo un libro, le pedimos a Harry que nos bajara el alquiler unos meses. Era el momento más profundo de la Gran Recesión, que usamos como excusa. Nos dijo que sí. Después, cuando volvió algo parecido a la normalidad, nos aumentó el alquiler mucho menos de lo que habría podido.
Por Bea, Harry tenía contratadas dos enfermeras haitianas que estaban 24 horas en la casa y con las que nos cruzábamos en el sótano, donde está el lavarropas, o las escuchábamos reírse a carcajadas cuando salían a la vereda a hablar por teléfono. Cuando alguna no estaba, Harry me pedía que lo ayudara a mover a Bea, despacio y con cuidado, desde su sillón hasta la cama. En todos estos años, si veíamos la puerta abierta, entrábamos a saludar. Casi siempre nos encontrábamos a Bea leyendo alguna novela reciente, que comentaba con pasión y detalle.
Algunas madrugadas oíamos llegar una ambulancia y sabíamos que Bea estaba teniendo una mala noche. Aquella tarde, subiendo aquellos escalones, me di cuenta de que había compartido, a veces sin darme cuenta, un pedazo importante de mi vida con Harry y Bea. Este es mi pequeño homenaje.
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