Parma: un sello del jamón
Un producto que la región italiana elabora desde hace 1500 años, y que solamente ahora exporta al mundo entero
En el centro mismo de la línea superior de la bota italiana –entre las curvas del mar Adriático y el golfo de Génova–, donde desde el espinazo de los Apeninos se separan cadenas que a su vez delimitan valles de ríos y torrentes hacia el Oeste, está marcado en el mapa el punto rojo de la ciudad de Parma.
Es el territorio verde de la Emilia occidental.
Sobre el eje de las faldas de esas colinas, en un tiempo menor que el geológico, pero igualmente terco –comenzado ya en el paleolítico–, distintos grupos humanos fueron marcando el lugar como la estación necesaria de un importante núcleo de carreteras. Y por ende, como punto ideal del comercio, el intercambio de artes y experiencias y, sobre todo, de alimentos.
Así creció la ciudad, primero celta, después romana, bizantina, longobarda, medieval carolingia, ducal, con dominio austríaco, francés y, finalmente, anexada al Piamonte. De todo esto tiene vestigios, y de lo que vino después: la gran plaza de Garibaldi, los vecinos ilustres –Verdi, Toscanini–, las heridas de la Gran Guerra junto al Palazzo della Pilotta, la estatua del heroico partisano anónimo, el ruido de los autos en la via Mazzini sobre la traza de la antigua via Emilia y el zumbar de las bicicletas a la vera del torrente que da nombre a la ciudad y a lo mejor que en ella y su región padana se produce: el queso y el jamón crudo –salado– más dulce del mundo.
Del chancho y sus delicias
Prosciutto, pane e vino... mangiare divino es la divisa del Festival del Prosciutto di Parma, que reúne a las comunas de Parma, Torrechiara y Langhirano en la promoción de un producto que se indica, para el actual comercio en la regulada Comunidad Europea, como registrado con Denominación de Origen Protegida (DOP). Sellos que actualmente marcan las joyas alimentarias de cada región. Auténticos tesoros culturales que fueron tomando su valor de la experiencia y la excelencia en la elaboración de piezas de placer para el paladar. Un arte tan apreciado y apreciable como cualquiera de las artes. Y tan valorado aquí y desde hace tanto, que ya en el pórtico del mismísimo Duomo –la catedral comenzada a construir en 1054– se inicia el rastro de esta industria.
El arte y el campo En la concepción filosófico religiosa medieval, el trabajo del campo tenía un lugar tan significativo como para quedar claramente consignado en las tallas del arco de la puerta principal de la catedral, en la plaza central de Parma. Allí se ilustran las tareas que traía cada uno de los doce meses del año, para recordarle a los fieles que el tiempo del hombre dedicado al trabajo está estrechamente ligado, en el diseño divino, al ritmo cíclico y natural de las estaciones. Pero también para remarcar a la gente de la ciudad que su propia subsistencia y salvación dependían de las labores agrícolas realizadas por los hombres humildes.
En ese zodíaco de piedra, tallado en el siglo XII, el mes de noviembre está representado por el criador de chanchos, el carnicero medieval que faenaba los puercos y preparaba los chacinados entre el otoño y el invierno boreal.
El chancho, se sabe en la región, estuvo presente en la llanura padana desde hace miles de años, primero como animal salvaje y después, domesticado, como animal de cría.
Y para su aprovechamiento a lo largo del año, los recursos de conservación son casi tan antiguos como el consumo.
Ahumar, desecar y salar eran casi los únicos secretos de conservación para las carnes cuando no había recursos de refrigeración. En Parma, donde la sal abundaba, la técnica del salado pasó de recurso a artesanía, y de simple artesanía a especialidad.
Es una actividad que vienen practicando, sin modestias –según los primeros testimonios documentados– desde el año 500 a.C. Y que hoy les da el prestigio de una marca de calidad en la elaboración de jamones, que se exportan a todo el mundo.
La gloria no es del chancho
El jamón que merece llamarse de Parma se produce en un territorio único y particular de esta provincia, que comienza a 5 kilómetros de la via Emilia y se extiende hasta los Apeninos –a no menos de 900 metros de altura, delimitada al Oeste por el torrente Stirone y al Este por el río Enza. Sólo en esta área geográfica con características de sequedad particular, aparece el microclima para el estacionamiento natural de los famosos jamones. Dentro del área, son doscientos los productores inscriptos en el consorcio que hace el seguimiento de calidad de toda la producción, desde que en 1970 se dictó la primera ley de control. Una normativa que, en 1996, dio lugar a la Denominación de Origen Protegida.
Los que tienen coronita
Desde el momento de nacer, los lechones comienzan a ser marcados y controlados para tener el merecimiento –desde el punto de vista humano– de ser verdaderos jamones de calidad.
Sólo once regiones de Italia pueden proveer estos cerdos controlados.
Un sello en la pierna cruda que ingresa al saladero indica la zona de procedencia, el número de criadero y la fecha de nacimiento del animal, que al ser faenado no puede tener más de 9 meses y pesar no más de 150 kilos. Las piernas de esta procedencia son marcadas con una doble P (Para Parma).
Cuando las patas entran en el establecimiento por una cinta transportadora, se les va aplicando una chapa que indica el inicio del estacionamiento.
Es cuando un maestro salador, personaje generosamente pagado y muy considerado, aplica su arte de poner la cantidad justa de sal. Un buen salador se cotiza en el gremio tanto como un buen goleador.
Una semana después el jamón recibe la segunda saladura. En dos semanas más, se lo limpia totalmente y se lo cuelga, para esperar dos meses a una temperatura entre 0 a 2 grados. Pasado ese tiempo, se lo vuelve a lavar y se realiza la suniatura: lo que sólo significa el engrasado de la única parte de la pierna con la carne expuesta al aire.
Con ese sellado poroso, se vuelven a colgar las piernas por 8 meses más, a una temperatura de 16 a 18 grados.
Esto completa el año de estacionamiento requerido para la curatura perfecta, durante el cual la pierna pierde hasta un 28 por ciento de su peso inicial y queda en unos 9 a 10 kilos.
A los 12 meses de iniciado el proceso llegan los inspectores a controlar si los jamones están aptos para salir al mercado.
Con la seriedad de un enólogo, introducen una aguja de hueso de caballo (que según los expertos es el único que tiene las condiciones de textura y permeabilidad para tomar ese tipo de muestras) y comprueban cómo huele.
Son cinco las incisiones y, cada vez, la prueba de nariz es un escalofrío para el productor.
El punto crítico, dicen, es cuando la incisión se hace en la vena femoral, la que corre al lado del hueso.
El perfume, entonces, determina la excelencia del proceso y el derecho a ser marcado a fuego con la coronita que distingue a los auténticos jamones de Parma.
Aquellos que desde el año 300 comenzaron ya a ser citados en los libros de cocina como un bocado excelso para los banquetes de príncipes y reyes. La receta es siempre la misma: cortar una limpia feta con un cuchillo largo y bien afilado y acompañarla con melón o higos (para que el dulce atenúe la sal), o simplemente con un buen pan de campo y un vino malvasía de la zona padana, un poco espumante, aromático y con cierta acidez para que equilibre la grasitud, poca, sabrosa y dulzona del rey de los jamones.