Peter Scarlet, el hombre que cambiará el perfil del Festival de Mar del Plata
El nuevo director del encuentro cinematográfico, que comienza esta semana, defiende al cine como un espacio para generar diálogos y conocer gente
Wim Wenders cuenta en uno de sus ensayos que el movimiento de la cámara le da libertad. “Tengo que poder orbitar alrededor de una idea o verla desde arriba, tengo que poder aproximarme de a poco o alejarme para tomar distancia. Eso es lo que les da vida.” Tanto sea por sus concepciones estéticas como por el modo de aproximarse a la escena audiovisual, ese aliento cinético también está presente en Peter Scarlet, flamante director del Festival de Cine de Mar del Plata. No bien entra a su oficina, hace un paneo general, abre la ventana que da a la avenida Belgrano y usa un catálogo de la edición anterior del festival como tope. A los pocos minutos, el volumen cae sobre la alfombra y Scarlet repite el chiste que hizo apenas fue presentado en julio: “Casi me rompo la espalda al levantarlo”. Esa pequeña chanza confirma algo que se sospechaba: bajo su gestión, la grilla del festival disminuirá.
En medio de un contexto de ebullición en el Incaa, con denuncias judiciales y mediáticas hacia Alejandro Cacetta, su ex titular, por parte del Gobierno, la designación de Scarlet generó desconfianzas, infundadas, porque el acento no estaba puesto en su expertise sino que acentuaban que se trataba del primer extranjero en comandar Mar del Plata, uno de los quince festivales Clase A, élites de la cinematografía mundial. Lejos de cualquier condicionamiento, a los 64 años, Scarlet exhibe una impronta dicharachera que se activa aún más cuando empieza a narrar sus más de cinco décadas de trabajo en la industria. Pocos días antes del comienzo de la edición 32a. del Festival (se desarrollará del 17 al 26 de noviembre), lo primero que le confiesa a La Nación revista es que en su juventud ni de casualidad imaginaba involucrarse con el cine.
–Nací en Brooklyn, luego nos mudamos a Manhattan, a seis cuadras del Empire State, donde crecí. Mis padres eran profesores de inglés. Mi padre fue escritor y poeta, y murió cuando yo tenía cuatro años. Fui hijo único, mi madre tenía 46 años cuando nací, así que me crio sola. Vivíamos exactamente en el centro del escenario cultural más excitante: museos, conciertos, teatros, y para mí en ese momento lo menos importante era el cine. El edificio donde vivía era mayormente habitado para profesores que no tenían mucho dinero, pero por su ubicación había gente involucrada a las artes que se hospedaba por un tiempo. Por ejemplo, estaba Pierre Monteux, el director de la Filarmónica de Nueva York, que tenía el bigote más extraordinario que vi. También Patrice Munsel, de la Opera Metropolitana. Sin embargo, había una mujer que generaba aún más sorpresa. Todos los ascensoristas decían: “Ella volvió”. Yo compartía ascensor con esta mujer, que tenía un perfume muy fuerte. Yo era chico, sólo veía que tenía una enorme comadreja y no podía ver su cara, y para mí era medio frustrante, porque todos hablaban de esta famosa mujer y no la podía ver. Décadas después, vos estarás impresionado, porque estás sentado hablando con alguien que en su infancia estuvo más de una hora en total, en un ascensor, con Mae West. En ese entonces, no me interesaba el cine, de hecho me gradué en literatura francesa del siglo XVII. Mi madre me mandó a aprender francés cuando era chico, ella no hablaba pero le gustaba cómo sonaba.
¿Cómo fue su primer acercamiento al cine?
Cuando me gradué, viajé a Europa, un recorrido que podría estar contando por horas. Fui a trabajar a un estudio fotográfico en Londres como revelador. El dueño había alquilado el estudio a una compañía de teléfonos y con la plata que ganó renovó todo, entonces contrataba gente joven, con poca experiencia. Era un buen verano para estar en allí, en 1966, con el Swinging London. Pero me harté al poco tiempo. Fui a Alemania y después hice dedo hasta Francia. El tipo que me llevaba parece que tenía algo que ver con la industria y me habló de un lugar que se llamaba la Cinémathèque. Creo que la había escuchado o había leído algo, pero no sabía nada de ella, y él me contó que habían dos teatros y que si tenías credencial de estudiante podías ingresar por poca plata. Al otro día pasé, de casualidad, y vi que daban cortos de los años diez. Un episodio era de uno de los grandes cineastas franceses, Louis Feuillade, creador de Fantômas (1913) y Barrabas (1919), entre otros. Eran películas largas, entonces solían mostrar un episodio cada semana, casi todos sobre criminales. Y en ese corto que llegué a ver por casualidad, había un robo de joyas y el ladrón las escondía en el campanario de una iglesia. Pero llegó el domingo, y con la misa, tocaron la campana y cayeron las joyas, como si fuera un milagro. Estaba totalmente sorprendido de lo que había visto. Después de ver muchísimas películas, decidí volver a Estados Unidos con la certeza de que quería trabajar en cine. Cuando volví, todos hablaban de una película que por supuesto quería ver, no sólo porque era un hit, sino porque había sido filmada en el mismo estudio fotográfico londinense en el que había trabajado siete años antes. Ese hit era Blow-Up, de Michelangelo Antonioni. Ahí me di cuenta de que el cine transforma los espacios físicos; o sea, lo que vi en pantalla no se parecía en nada a lo que yo conocía.
Treinta y cinco años después de ese descubrimiento personal, en 2001, Scarlet fue convocado a dirigir la Cinémathèque. Mientras daba el discurso inaugural, se dio cuenta de que Henri Langlois, el fundador de la entidad, le había dado una enseñanza por ósmosis: si se está a cargo de la Cinémathèque, si se dirige un festival o un cine, si se enseña sobre cine, hay un deber: siempre se deben elegir piezas maestras. Justamente, Blow-Up forma parte del abanico de clásicos de esta edición del Festival de Mar del Plata, que también incluye films de Alberto Sordi y películas nacionales como Camila o algunas más cercanas en tiempo, como Los guantes mágicos o Pizza, birra y faso. La confluencia del mensaje de Langlois como guía, el trabajo fino e invisible de un grupo de programadores que desde hace años le dan un sello de distinción al festival y el regreso de la española Rosa Martínez Rivero como productora ejecutiva, son parte del encanto que se materializa en una grilla más acotada, pero no menos diversificada.
Antes de la Cinémathèque, estuvo a cargo casi veinte años del Festival de San Francisco. ¿Cómo fue ese proceso?
Después de mi regreso del viaje europeo, trabajé un tiempo en producción, por ejemplo con Michael Wadleigh en la película de Woodstock. Aunque no me gustaba –mis padres eran profesores–, para mí fue un paso importante la enseñanza en la universidad, en la que estuve siete años. En ese momento no había presupuesto para alquilar películas. O sea: ¡no podés enseñar cine sin películas! Entonces me comuniqué con distribuidoras en Nueva York: si exhibía Citizen Kane en mis clases, les preguntaba cuánto dinero tenía que pagar. Si la exhibía para el público a la noche, ¿cuánto costaba? Y ahí hicimos un arreglo. En esos siete años hice de todo: compraba las películas, armaba los programas, diseñaba los brochures, los doblaba, vendía los tickets, proyectaba, presentaba y no ganaba dinero. De hecho, tenía que garantizar a la universidad que si perdíamos dinero, yo tenía que pagarlo. Pero fue un gran aprendizaje, podía llevarme las copias de 16 milímetros a casa y focalizarme en los directores. En esos días, en los colegios americanos proyectaban a los hermanos Marx o las Nouvelle Vague. Yo pasaba Satyajit Ray, el gran director bengalí, o Douglas Sirk. Me gustaba discutir con los estudiantes y por lo tanto, aprendía de ellos. Pero después de siete años se convirtió en rutina.
El festival de San Francisco es el más antiguo evento cinematográfico estadounidense. Entre 1983 y 2011, Scarlet impulsó las proyecciones de cine mudo restaurado y exhibió por primera vez a prominentes directores, como Christopher Nolan, Guy Maddin, Mike Leigh y Pablo Trapero, entre otros.
—Me llamaron en 1983 –continúa Scarlet– y me pidieron que colaborase para esa edición, que estaban en apuros, y ahí me quedé por diecinueve años. A diferencia de las clases, en las que merodeaba la advertencia de que ibas a aprender, en el festival sentía que se podía aprender más. Lo sigo pensando, la gente está más relajada, no espera aprender pero aprende más. La mayoría de los profesores de cine, cuando son vitalicios, no son tan curiosos más allá de su especialización, algo totalmente opuesto a mí. Siento que hoy hay clases de cine por todos lados, pero sólo enseñan de eso. Los grandes directores americanos venían de otras disciplinas, pienso en Griffith, Ford, Walsh, que hacían otras cosas en su vida, y algo distinto llamado cine cayó en su vida. Ellos transmitieron su experiencia en sus películas. Si sólo pensás en cine, sos Quentin Tarantino, que recrea películas, pero qué sabe sobre la vida. Creo que tenemos un buen ejemplo con lo que dijo el otro día, que sabía del abuso de Harvey Weinstein pero no lo contó. Eso es indicador de que él solo piensa sobre películas y no sobre la vida, y ese es un gran peligro.
En el Festival de San Francisco del año 2000, Scarlet le concedió el Premio a la trayectoria Akira Kurosawa –inaugurado con el reconocimiento al director de Los sueños– al iraní Abbas Kiarostami, con quien entabló una gran amistad. Gracias a él, Scarlet conoció a la periodista Nazzy Beglari, su esposa. El año pasado, no bien falleció Kiarostami, organizó un homenaje en Nueva York con amigos como Scorsese y Jarmusch. Esos vínculos son un reflejo de lo que Scarlet llama un sentimiento de comunidad, momentos mágicos que se generan en los festivales. Por eso a él le complace presentar las películas que proyecta, como una manera de fortalecer el intercambio.
–Presentar las películas es una manera de curar, pero también incluye darles elementos para su experiencia, porque más que nada es esencial que los festivales generen comunidad. Me gusta hacerlo, creo que si soy bueno en algo, es en eso. No hablo mucho español, estoy dudando de presentar las películas en Mar del Plata. Creo que el arte de presentar películas es aportar un contexto apropiado para alguien que ve el film, no decir yo, yo, yo [se golpea el pecho]. Hoy tenés una dificultad adicional, que es que la gente entra y sale, que nadie te mira, porque están con los teléfonos. Tampoco sirve si preparás una intro para un film y te vas, y en lugar de empezar la película pasan un trailer, un comercial, todas esas porquerías. Hoy todos pueden mirar películas por sí solos [levanta su Mac y su teléfono] o pueden ir al cine, pero ahí no conocés a las personas que van, te sentás con extraños. En muchas salas, incluso modernas, cuando termina la película no podés salir por la puerta principal. Hay otra salida, que te invita a atravesar un pasillo sucio. Y si te ponés a pensar, la experiencia del cine es seguir el curso de la comida: digerirlo y cagarlo. En cambio, en un festival, en dos o tres días podés empezar diálogos, conocer gente. Esa experiencia me interesa fortalecer.
Después de la Cinémathèque regresó a Estados Unidos, esta vez para el festival Tribeca. ¿Se conocía con Robert De Niro, uno de sus organizadores?
No, no lo conocía. El siguiente enero después del 11-9, un grupo de personas liderado por De Niro, su compañera productora Jane Rosenthal y Scorsese habían anunciado que iban a comenzar un festival en el centro de Manhattan, porque nadie iba allí. Era aterrador. Al parecer, sólo querían hacerlo una vez, pero fue más exitoso de lo que esperaban. Esto fue en abril de 2002 y regresé a Nueva York desde París en septiembre. Decidieron que lo harían de nuevo, pero no habían pensado en la siguiente edición hasta el otoño, algo que suele suceder en los festivales. Ahí me convocaron. Tribeca fue un desafío interesante para mí, porque era diferente de San Francisco. Como Nueva York es la capital de los medios, todo está allí y estás haciendo algo en un festival asociado a estos nombres, no puede fallar. Podría contar una broma y decir que los dos festivales más importantes para llamar la atención son los festivales con algún Bob: Bob Redford o Bob De Niro, ese es el ingrediente mágico. Fue una gran experiencia y lo hice durante 6 años, pero como siempre sentí la rutina. Y luego vino una invitación para ir a un lugar realmente lejano y me intrigó. Porque unos años antes había conocido a mi esposa, que nació en Teherán, adonde no había regresado desde la década del 70. Ella era periodista en ese momento. Nos conocimos en el festival de cine. Comencé a viajar con ella a lugares en los que nunca había estado antes en el Medio Oriente y desarrollé una gran afición por ello. La gente es muy cálida y amistosa. Entonces, cuando tuve una oferta para ir a un festival de cine en Oriente Medio, pensé “por qué no”. Entonces eso es lo que me llevó a Abu Dabi.
¿Alguna vez sintió algún tipo de presión a la hora de dirigir un festival?
Si fuera completamente libre, tendría alas y volaría lejos. Quizás por la herencia de la escena beat, en San Francisco podrías mostrar cualquier cosa. Bueno, en realidad no: siempre quise hacer un evento para honrar a Vanessa Redgrave, pero no pude obtener el permiso para hacerlo porque su identificación con la causa de los palestinos la hizo persona non grata. Y lo mismo sucedió en Nueva York. Entonces, lo primero que hice cuando me mudé a Abu Dabi fue hacer un evento para honrarla allí. Y estoy feliz de que ella venga aquí. Abu Dabi era una situación muy diferente porque el cine en el sentido en que lo entendemos no existe realmente allí. Alguien me dijo: no sabíamos realmente qué era un festival de cine; las películas solían ser algo que veíamos afuera si alguien ponía una pantalla. Luego construyeron multisalas donde la gente iba, pero todo lo que muestran son películas estadounidenses o algunas películas egipcias. Todos están censurados. Entonces no puedes tener desnudos, pero sí violencia. El primer año que estuve allí mostré una película tunecina llamada Terry’s Secrets, dirigida por Raja Amari, no tenía desnudos, pero igual pusimos una advertencia en el programa. Cuando les fui a agradecer por su trabajo, muchas jóvenes que eran voluntarias en el festival me preguntaron por qué habían pasado esa película. Me quedé desconcertado, porque la película trata de una chica que está saliendo de la adolescencia. Y estas mujeres eran estudiantes universitarias. ¿Por qué estaban tan molestas? Después de media hora entendí: habían visto esta película en una habitación en la que los hombres estaban presentes. La hostilidad con la que me saludaron al principio se fue diluyendo y al final de la reunión comenzaron a hacerme más preguntas y comenzaron su propio festival de películas de estudiantes.