Polémica en las redes: asesinato en Villa Gesell
El asesinato de Fernando Báez Sosa a manos de un grupo de jóvenes de entre 18 y 20 años a la salida de un boliche en Villa Gesell se convirtió en el tema de discusión excluyente en las redes sociales. La reacción de los internautas fue naturalmente humana: tratar de que una muerte tan cruel y absurda tuviera algún tipo de sentido y se inscribiera en un relato previo que, mal que mal, acomodara los hechos del mundo. Así, varios decidieron que se trataba de un problema de clases sociales; que, como lo habían demostrado unos días antes en otro episodio que ocupó tuits y posteos de Facebook, los "chetos" eran capaces de arrojar alimento a piletas desde helicópteros y, por qué no, asesinar porque sí a un jovencito a patada limpia.
No es el rugby: es una clase poseedora de todo, con una prepotencia que a veces la lleva a opinar que puede arrojar chanchos desde helicópteros, humillar pibas, quemar mendigos y golpear en patota hasta matar. Algunos varios de los miembros de ese grupo social juegan al rugby.&— Octavio Crivaro [R][R][R] (@OctavioCrivaro) January 19, 2020
Otros, basados en varias experiencias previas, adjudicaban los orígenes del mal a un deporte en particular, el rugby. Un deporte que es de contacto pero al mismo tiempo, algo más que de "contacto": los choques cuerpo a cuerpo, los intentos de derribar al rival, los golpes. Los cuerpos macizos y musculados, formados a base de gimnasio y esteroides, estimulan a la expansión y a la agresividad más allá de los límites temporales del juego.
No es estereotipar, ni estigmatizar. Es poner sobre la mesa que los equipos y clubes de rugby promueven unos valores machunos y prehistóricos de mierda y los tienen que cambiar ya.#RugbiersAsesinos&— Chocolate Remix (@ChocolateRemix) January 19, 2020
La educación, la política, el alcohol. Las explicaciones se sucedieron y la tragedia siguió allí, intacta. Una tragedia que se centra en Fernando pero que lo excede. Porque esos muchachitos exaltados, esa manada de jóvenes exacerbados, no arrancó ese día con la idea de matar. En el mar de justificadas indignaciones es fácil olvidar que no se trataba de una banda dedicada al delito sino de personas a primera vista indistinguibles de nosotros o de nuestros hijos y que ahora deberán convivir –más allá de la correspondiente condena judicial—con la peor mancha que puede tener un ser humano: haberle quitado la vida a un semejante. Una vida tronchada y decenas de vidas arruinadas por una noche de enajenación.
Por qué como padres no nos sacamos la careta y hablamos del consumo de alcohol y drogas de los adolescentes? En el colegio al que va hijo, los padres compran el alcohol para la previa. La lista suele empezar con 25 botellas de vodka.&— Clockwork Cookie (@cannolifan) January 21, 2020
Todas las explicaciones en algún lugar se quedan cortas. ¿Cómo es que un joven rugbier, de clase acomodada, educado con valores dudosos, alcoholizado o estimulado por el grupo o la noche quiebra un tabú tan profundo como el de patearle la cabeza a un desconocido que yace en el suelo? Ninguna explicación alcanza. Es algo que no debería suceder y, aunque un solo caso ya es demasiado, rara vez acontece.
El silencio del desconcierto sería la respuesta más razonable ante un hecho tan desolador. Sin embargo, las redes no están para eso. Entre otras cosas, están para realizar duelos colectivos. Se hacen a los gritos, racionalizando explicaciones y confirmando con la tragedia cualquier idea previa que se tuviera del mundo.
Steven Pinker argumenta persuasivamente en su libro "Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones" que, contra toda intuición, estamos viviendo la época menos violenta de la humanidad, que las guerras disminuyen en cantidad y en tamaño y que las crueldades corporales nunca fueron tan castigadas, ni legal ni socialmente. Es posible que Pinker esté en lo cierto y que un síntoma de ese progreso es que ante un hecho como el de Villa Gesell reaccionemos de la manera en que lo hacemos en las redes: azorados y echando culpas, pero no indiferentes.