Polly Dog, un médico particular
Maggi, una niña pequeñita y rubia, estaba condenada. Su sistema inmunológico, que no funcionaba como debía, había dicho basta y, finalmente, la arrinconó entre la vida y la muerte.
Los médicos del Brooke Army Medical Center, de San Antonio, Texas, en Estados Unidos, decidieron aislarla en una burbuja de plástico transparente con un clima artificial libre de contaminación.
La terminante decisión, que aparentemente parecía acertada, había confinado a la pequeña a vivir en una suerte de pecera fuera de la cual estaban sus padres, a los que no podía tocar o besar.
Pasaron las semanas y la muñequita rubia cayó en una profunda depresión. La presencia de los médicos le causaba pánico y no tener contacto físico con su entorno agravaba su estado.
Como todo iba de mal en peor se decidió realizar una interconsulta médica. Allí se resolvió dejar el caso en manos del Dr. Polly Dog, en aquel entonces integrante del equipo dirigido por la mayor Lynn Anderson, que formaba parte de la Delta Society.
El Dr. D, como lo llamaban en el hospital, no era otro que un manso labrador que prestaba servicios en terapias con asistencia de mascotas. Gracias a su ayuda y la de Anderson lograron que la niña recuperara la confianza en los médicos y aceptara el tratamiento nuevamente.
Anderson fue la autora del programa La exploración del lazo humano-animal y sus aplicaciones en el departamento médico de la Armada de los Estados Unidos.
En él sostenía que las mascotas, y en especial algunos perros como los labradores, contribuyen a lograr un efecto de lubricación social a través del cual mucha gente que no respondería de otra manera a su tratamiento termina aceptándolo mediante su vinculación afectiva con el animal, ya que éste le permite restablecer el vínculo perdido con su entorno.
Pero este acontecimiento, que suele realizarse a menudo en los Estados Unidos, no fue el primero en aparecer. La marina norteamericana, en el tratamiento del síndrome hospitalario con perros, fue precursora en el mundo.