Recorrer la ciudad de Hamburgo desde la oscuridad absoluta
Una cronista se anima a un desafío germano: vivenciar los diferentes aspectos de la ciudad, sin ver absolutamente nada
Hamburgo, Alemania
Es un lugar común, pero no por eso es menos cierto: cuesta mucho entender lo que otra persona siente hasta que la vida no nos pone en sus zapatos. Claro que podemos hacer un esfuerzo por imaginar qué piensa o cómo percibe el mundo alguien que está pasando por una situación que nos resulta ajena, pero lo que se aprende a través de la experiencia siempre deja otro tipo de huellas. Esa es la convicción que llevó al alemán Andreas Heinecke a crear, en 1988, "Dialog im Dunkeln" ("Diálogo en la oscuridad") y la que me lleva a sumergirme en su propuesta casi treinta años más tarde. Durante 90 minutos voy a ir a hacer las compras, a caminar por un parque, a dar un paseo en barco y a tomar café en la más completa oscuridad. Y voy a hacerlo guiada por una persona ciega que, en una inversión de roles, va a guiarme para que me sienta cómoda y segura.
"Hola, soy Klaus, y seré su guía durante la próxima hora y media", saluda una voz masculina en cuanto entro, junto a un pequeño grupo de personas, al espacio en el que tendrá lugar esta aventura. Para romper el hielo y sacarnos del horror que nos produce no ver nada –absolutamente nada–, Klaus nos invita a presentarnos ante los demás. Somos siete en el grupo de las 11 de la mañana: una familia (mamá, papá, dos hijos), una pareja joven que aprovechó los feriados de Pascuas para conocer la ciudad portuaria más importante de Alemania y yo. Klaus intenta adivinar de dónde viene cada uno por su acento. Acierta casi todos; mi entonación latina, por supuesto, le cuesta un poco más. Me pide que le cuente cosas de la Argentina, le hablo de mi viaje por Alemania y el intercambio me ayuda a olvidarme del estrés que estoy padeciendo, pero sólo por un rato: los primeros diez minutos con el más importante de mis cinco sentidos completamente anulado me resultan infernales. No estoy segura de poder soportar hasta el final. Y no es que la oscuridad me dé miedo en general, pero esta oscuridad es distinta a la que se da cada noche cuando uno apaga la luz antes de irse a dormir. Es una oscuridad que inunda todo.
"El que quiera salir, me avisa", escucho decir a Klaus cuando salgo de mi ensimismamiento y vuelvo a prestar atención a lo que está diciendo. Practico dentro de mi cabeza la traducción al alemán de "lo siento, pensé que iba a soportarlo, pero prefiero irme de acá". Tener la frase ensayada y disponible en mi cabeza, lista para ser usada en caso de que haga falta, me distiende un poco. Entonces decido aguantar un rato más: si estos chicos de 10 años pueden, yo también puedo. Con ayuda de un bastón como el que suelen usar las personas ciegas, empezamos a caminar y descubrir el espacio. Restregar el piso de izquierda a derecha ayuda a mantener cierto equilibrio, a prever las subidas, las bajadas y los escalones. Y a desesperar un poco menos en general.
De pronto, el silbido de muchos pájaros me saca del temor. Son pájaros de plaza, noto, no demasiado silvestres. El primer lugar al que nos lleva Klaus emula un parque. Un parque que me puedo imaginar lleno de árboles y de juegos infantiles. Klaus me toma de la mano y me invita a sentir la cascada de agua que cae justo a mi lado. Hay un banco de plaza a mi izquierda, dice, y me invita a buscarlo para descansar un rato. Pero pensar que por error podría sentarme encima de alguno de mis circunstanciales compañeros de viaje me quita las ganas de intentarlo. Por suerte Klaus no insiste y dice que es hora de seguir. Caminamos unos metros y llegamos a un pequeño negocio típico de la Speicherstadt, el pintoresco distrito de almacenes en Hamburgo. Rodeada por los canales del río Elba, la Speicherstadt fue el lugar de descarga y almacenamiento de los productos que llegaban a la ciudad en barco a principios del siglo pasado. Hoy es más bien un barrio de casas y tiendas recicladas, al estilo de Puerto Madero, pero conserva su espíritu de origen: todavía es posible encontrar algunas despensas, como joyitas del pasado. El negocio al que nos invita Klaus huele a café, clavo de olor y canela. Él me vuelve a tomar de la mano y me invita a descubrir las especias que están guardadas en los bolsones de arpillera. Puedo tocarlas y olerlas, y descubrir cómo otro lugar común se vuelve palpable durante esta experiencia: en cuanto apagás uno de tus sentidos, todos los demás se despiertan. El olor del Earl Grey invade el ambiente, pero también mi cuerpo, y las estrellitas de anís entre mis dedos se sienten más puntiagudas.
Además de esta exposición en Hamburgo y la de Frankfurt, que cuentan con sede permanente y ya se convirtieron en hitos turísticos de las respectivas ciudades –y que, a pedido del público extranjero, también pueden hacerse en inglés–, "Diálogo en la oscuridad" recorrió el mundo a través de varias franquicias y llegó a casi 8 millones de personas en 150 ciudades del mundo, incluida Buenos Aires hace algunos años. Estas cifras podrían leerse como sinónimo de éxito rotundo, pero Heinecke prefiere la prudencia: hace algún tiempo dijo en una entrevista con un diario alemán que "llegar a 700 mil personas por año todavía no es suficiente para transformar de manera profunda el mundo".
Pero volvamos al viaje, que todavía no termina. Después del supermercado (donde tocamos y olemos cada fruta, y vamos compartiendo nuestros hallazgos: "¡Acá hay zanahorias!" "¡No se pierdan las manzanas!") llega el puerto, porque no hay actividad cultural en Hamburgo que no remarque el vínculo con sus ríos. Klaus nos ayuda a acomodarnos en el bote que nos llevará hasta la orilla de enfrente. Se escucha el ruido del motor, se siente el viento en la cara, se percibe el bamboleo sobre el agua: no sé si de verdad estoy en una embarcación o todo esto está muy bien recreado, pero prefiero no averiguarlo para quedarme con las imágenes que mi cabeza inventa. Sentada sobre la tabla de madera y agarrada con las dos manos de mi bastón, noto que por primera vez me siento tranquila. Y entonces disfruto.
Nuestra última parada es un bar. Pido un jugo de manzanas y un paquete de Gummibärchen. No es que tenga especiales ganas de algo dulce, pero no creo que vuelva a tener, en toda mi vida, la oportunidad de masticar ositos de goma en la oscuridad. Cuando nos sentamos, Klaus nos invita a hacerle todas las preguntas que queramos. Los más chiquitos del grupo son por supuesto los más locuaces: desde cuándo sos ciego, qué se siente serlo, hace cuánto trabajás acá. La charla se vuelve interesante y me dan ganas de pedir cinco jugos más, pero ya es hora de despedirnos.
Cuando llegamos a la puerta de salida –sé dónde está porque detecto un hilito de luz y, por primera vez en 90 minutos, vuelvo a tener una referencia visual–, Klaus saluda a cada uno. La puerta se abre, el diálogo en la oscuridad termina, y al principio cuesta acostumbrarse a la luz, pero en cuanto las pupilas se acomodan lo que gana es el alivio. Ahora puedo mirar a los ojos a mis compañeros del grupo y recién entonces me doy cuenta: al único que no pude ver es a Klaus. No tengo idea de cómo es físicamente y es probable que jamás vuelva a cruzármelo. Tendré que imaginarlo, como a los personajes literarios.
Un poco más sobre esta vivencia
"Dialog im Dunkeln" ("Diálogo en la oscuridad") sigue vigente y se puede visitar en Hamburgo, Alemania, todos los días, de 11 a 17. Para más información o reservas, consultar en www.dialog-im-dunkeln.de/en
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