Rodilla en la tierra
Pareciera que la infancia es ese lugar del que se parte... y no se ha de volver jamás. So pena de ser señalado por la sociedad
Sin ir más lejos, la última vez que firmé libros en una feria volvió a ocurrir. Como ocurre todas las ferias. Un hombre o una mujer de más de treinta años se acerca a mi mesa con alguno de mis libros para niños en las manos, y, al extenderme la pluma para pedir la firma, le pregunto a quién debo dirigir la dedicatoria. La respuesta del dueño del libro, mirando a los lados, hablando bajito, como sorprendido en una falta, es tan enternecedora que desbarata: "Para mí, por favor". Algo en su mirada entonces queda al desnudo, un no sé qué de solicitud de complicidad, de esperanza a no ser juzgado, de reconocerse en cuclillas dando paletadas en un arenero. "Sí, qué se le va a hacer, soy yo el que disfruta de los libros para chicos, y además me gustaría mucho contar con su autógrafo, ¿se podrá?"
¿Que si se podrá? Amigo mío..., amiga mía..., soy yo el que quisiera pedirle que me dedicara un pensamiento al final de mi cuaderno de notas. Un pensamiento y su firma, por favor, para poder demostrar en el futuro que hubo un día en que fuimos legión. Y que en su momento, ninguno de nosotros buscó la oscuridad de un cine para aplaudir rabiosamente tratando de evitar la muerte de un hada.
Porque ocurre, sí. Increíblemente. Todavía. Que cause bochorno el ser relacionado de forma directa con la infancia. Mientras no sea desde una posición de autoridad, pareciera que es penoso –por decir lo menos– ser sorprendido en compañía de los niños. "Los está guiando", pensará uno a la distancia. "Los está instruyendo", pensará otro, también de lejecitos. "Los está regañando", dirá el tercero. Posición de autoridad, pues. Haga la prueba. Aun si el adulto en cuestión está jugando con ellos, un cuarto pensará: "Qué mono. Los está entreteniendo". ¡Cuaz!
La imagen del adulto rodilla tierra jugando a las bolitas y pasándoselo bomba es absolutamente inconcebible en estos tiempos. "Inmaduro", dirá el quinto, de corbata, fistol y mancuernillas. ¡Doble cuaz!
¿Qué eminente psicoanalista tendrá la respuesta de tan extraño comportamiento? ¿Por qué hay que avergonzarse cuando se es descubierto mirando el Cartoon Network? ¿O leyendo el Diario de Greg? ¿O chupando un caramelo? ¿Será que para algunos es señal de que en cualquier momento también seremos descubiertos con un dedo en la nariz o poniendo una tachuela en la silla del licenciado? ¿O cambiando a nuestros hijos por una bicicleta nueva?
Pareciera que la infancia es ese lugar del que se parte y no se ha de volver jamás. So pena de ser señalado por la sociedad. "Psst... psst..., cuidado con Antonio. Es uno de esos tipos que colecciona estampitas y se sube a los columpios. Mucho ojo con él."
El asunto es que, mientras llega ese eminente psicoanalista que nos revelará que nada hay de malo en que lo vean a uno echando carreras en la calle con un niño (o con una niña, ¡hay que ver lo veloces que son!), creo conveniente anticipar que nada hay de malo tampoco en que lo vean a uno leyendo un libro álbum de pasta gruesa. O un libro con dibujitos de colores. O un libro de piratas. O de zombis. O de piratas contra zombis. Lo sé porque a mí también me pasó. Cuando algunos de mis colegas supieron que había tomado el camino de la literatura infantil y juvenil me miraron como si de pronto les hubiera anunciado: "Me mudo a vivir al árbol. ¡Y ahora mi nombre será Morgan el sanguinario!" Corbata y mancuernillas aparte, no ha faltado el que, después de todos estos años, todavía me diga: "Y..., ¿cuándo vuelves a escribir de nuevo? Quiero decir..., escribir de veras, escribir en serio".
Sépanlo todos. Escribir para niños es escribir en serio. Que uno se divierta como enano con ello no significa que no valga la pena o no cueste trabajo. Y se escribe para todos los niños, esos que aún no se afeitan y esos que se ríen con las tonterías de Bob Esponja mientras revisan su contabilidad. Así que, sin ir más lejos, sépalo señora, sépalo señor, que cuando pregunto a quién debo dirigir la dedicatoria del libro, me refiero al nombre del niño o de la niña, no su edad o filiación. Aunque claro, se agradece saber que lo tengo frente a mí y que a veces, como yo, hasta peina canas.
Antonio Malpica