Se fue del país por algo que considera típico y en España combatió prejuicios: “Ese sentimiento tan argentino de tragedia”
“En una sociedad como la argentina, donde ser el centro de atención es casi una aspiración tradicional, parece normal que el individuo se aventure a buscar espacios donde destacar...”, dice el protagonista de esta historia
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Gabriel Baraglia cuenta que llegó a España de la misma manera en que llegan los argentinos a todas partes: atravesado por los prejuicios. Aunque, en realidad, no eran suyas las etiquetas que había adicionado al equipaje, sino una carga de todas esas frases hechas que las personas le habían lanzado antes de partir: `En España no son como aquí, si te caes al piso no te ayudarán a levantarte´, `la gente allá es muy cuadrada”, `en Europa las personas son más frías´.
“Deberían haber sabido que en España, por aquella época, ni los españoles se consideraban europeos -no geográficamente, claro, sino más bien culturalmente-, y esto llamó poderosamente mi atención desde el principio”, reflexiona hoy Gabriel, mientras rememora su historia.

Aquella no fue la única sorpresa para el argentino. Atrapado por los prejuicios, su asombro fue infinito al descubrir que allí, en Barcelona, él era más `tonto´ que en Argentina. De su país austral, el joven traía el humilde mérito de leer libros que no fuesen de lectura obligatoria en el colegio y, sin siquiera haber llegado a los veinte, solía destacar entre sus pares por usar palabras como `propugnar´o `sempiterno´.
Pero en España, Gabriel descubrió que sabía menos de lo que creía que sabía, en especial al lado de su nueva novia, cuya educación secundaria era sin dudas mejor que la que él traía de Argentina, y que, para colmo, ya estaba avanzada en sus estudios universitarios: “De cuadrados nada y de tontos, menos. Es menester aclarar que mi entonces novia -ahora esposa- y yo, venimos de familia de clase trabajadora: ni pobres ni ricos, así que la comparación cultural es mucho más objetiva que de pertenecer a clases sociales diferentes”.
Por qué dejar Argentina: “Me invadía ese sentimiento de tragedia que todo argentino carga por naturaleza”
Gabriel supone que siempre hay un catalizador que lleva a un ser humano a tomar la decisión de irse de su tierra para reiniciar la vida en otro lado. Sin embargo, como correlación no es causalidad, también sabe que el detonador a veces funciona como excusa para una razón más profunda.
A fines de los noventa, al joven argentino -como a tantos otros- lo aquejaba una sensación de vacío y de incertidumbre por el futuro, que se traducía en una padecimiento existencial con consecuencias emocionales. Él, un chico de dieciocho años marplatense a punto de recibirse de la Escuela Industrial, no tenía cargas familiares ni llevaba una historia de pobreza a cuestas. Podía considerarse privilegiado y, aún así, dentro suyo algo apretaba: “Me invadía ese sentimiento tan argentino de tragedia, incertidumbre y curiosidad (todos ellos la semilla) que todo argentino carga por naturaleza. Entonces solo faltaba un motivo, una razón para impulsar el cambio”, relata Gabriel.

Como en la música y las películas, su salida la detonó una chica. Internet ya había inaugurado sus primeras formas de intercambio social internacional y por aquella dimensión la conoció a ella, su esposa y madre de su hija. Pero mucho antes de que esto último fuese siquiera un plan, Gabriel mantuvo con ella una larga conversación durante un año, que derivó en una muchísimo más breve charla con sus padres.
“Les dije a mis padres, como quien dice que va a comprar unos chicles al kiosco: `mamá, papá, conocí a una chica de España, así que me voy a verla y me quedo en la casa de Pablo´. Sus caras, como dicen en España, fueron un poema. Por supuesto, irse no era barato, no al menos para la economía de mi familia, así que vendí mi bicicleta y, por lo menos, ya tenía para comprarme un sándwich en el aeropuerto”, continúa Gabriel con una sonrisa.
Con mucho esfuerzo y menos ganas, durante un largo tiempo los padres del joven juntaron el resto del dinero para que su hijo pudiera cumplir su meta, un sueño que comenzó a gestarse a los dieciocho y que se concretó a los veinte. `Seguro en dos meses vuelve´, pensó su madre en Ezeiza: “Pero aquí sigo, casi veinticuatro años después”, dice Gabriel hoy.

Largar prejuicios y transformarse para una mejor adaptación: “Intentar permanecer inalterable es la fórmula del sufrimiento”
En el desafío de desatarse de los prejuicios, Gabriel vivió un proceso de reinvención más radical de lo imaginado. En Argentina, a los ojos de los demás, se había convertido en un clásico traga (libros) sin buscarlo, mientras que en Barcelona se transformó en un bohemio, un cantamañanas, en un charlatán, en un chico valiente y osado: “Todo depende de quién me mirase, pero siempre con base en los prejuicios que terminaron por no ser solo un mal argentino sino humano”, reflexiona.
“Con el tiempo dejé de besar a los hombres en la mejilla para saludar (en Catalunya no es de `machotes´ hacerlo), de `correrme´ de un lugar (porque correrse significa eyacular), de abrir los armarios de una casa ajena para agarrar los vasos y poner la mesa, y muchas otras cosas que, aunque a nadie le molestaban, no eran usuales aquí, porque emigrar no es solo dejar que tu cuerpo caiga en un país diferente al tuyo, sino observar, imitar, respetar, integrarse, cambiar… y si a alguien le parece que no debería cambiar de forma de ser por mudarse a otro país, es mejor que se quede en el suyo, porque lo pasará mal. Cambiar es fundamental, porque todo a tu alrededor cambia, e intentar permanecer inalterable ante ello es la fórmula del sufrimiento”, asegura.

Y en su proceso de transformación, los pensamientos de Gabriel hallaron una puerta expansiva. Gracias a su adaptabilidad que desconocía de sí mismo, la cultura española se acercó cada vez más a la suya: el argentino comenzó a ver cada vez menos diferencias y más puntos en común. Descubrió, incluso, que hablar de cultura española no era acertado: cada región de España traía sus matices, su propia identidad comunitaria, una donde también eran cariñosos, cercanos, amigables: “Tanto o incluso de manera más profunda que en mi país de origen, quizás porque la brecha socioeconómica era menor y se dedicaban más a vivir que a sobrevivir”.
El pirata cojo de Sabina y el estudiante eterno: “Nuestra instintiva necesidad de pertenecer a algo…”
“En España me convertí en el `pirata cojo´ de Sabina”, dice Gabriel. Allí, en el país que le enseñó a derribar estigmas, el joven hizo de todo: fue desde camarero, empleado en una bodega, limpiador descalzo en barcos de lujo, chico de la mudanza, peón de construcción, soldador de piezas de coche, hasta oficial de primera en una fábrica de medicamentos, técnico de aprovisionamiento y compras, y jefe de taller.
Pero en el camino, hubo algo que Gabriel nunca dejó de ser: escritor y estudiante. Ya con una familia que mantener, se abocó al chino mandarín y al ruso, a realizar infinidad de cursos, e iniciar una carrera universitaria que acompaña su universo de aprendizaje: Criminología. Sus cursos de escritura en el camino, mientras tanto, lo ayudaron a publicar su novela.

“No diré que fue fácil ni que ahora lo es, España se convirtió no solo en mi hogar sino en espacio y herramienta para la producción de la persona que soy y la que estoy en camino de convertirme”.
“Mi hija, un arquetipo de las posibilidades interculturales al mejor estilo de la híbrida Elizabeth Cooke de V: Invasión Extraterrestre, me demuestra cada día que la capacidad humana de adaptación es tan inmensa como necesaria, porque si algo tenemos las personas en común es nuestra instintiva necesidad de pertenecer a algo, y es en ese punto donde, paradójicamente, las fronteras entre los seres humanos se desdibujan”, reflexiona.

Los aprendizajes y la argentinidad: “Ser el centro de atención es casi una aspiración tradicional”
En la primavera de 1999, Gabriel se recuerda sentado en el saliente de la ventana de su cuarto, mirando hacia una Mar del Plata soleada y silenciosa, y poseído por una sensación de vacío inexplicable para su presente en apariencia apacible. Fue por aquellos tiempos, y con un amor a distancia como detonante, que la semilla de volar hacia nuevos horizontes se instaló en él. Irse hacia lo desconocido, por alguna razón extraña, le provocaba menos incertidumbre que su presente argentino colmado de etiquetas, prejuicios que finalmente comprendió que todo ser humano acarrea.
Hoy, un cuarto de siglo después, el hombre de 43 años aprecia su recorrido con un dejo de humor analítico y otra dosis de templanza: no se deja llevar por fuertes sentimientos nacionalistas, lo que, tal vez, sea la fórmula del éxito.
“¿Dónde queda Argentina y mi argentinidad luego de tanta adaptación a España?”, se pregunta. “Para empezar, hablar de Argentina, ser lo mucho o poco argentino que soy, siempre es un recurso fácil y estupendo en las cenas con gente. ¡Estoy de broma, por supuesto! Me refiero… claro que utilizo ese recurso. A la gente de aquí suele gustarle escuchar historias de otros países -y guardan un cariño especial por Argentina-, pero mi argentinidad no se resume a eso”.

“Es cierto que no guardo un fuerte sentimiento nacionalista, ni tengo en mente regresar allí para envejecer junto a todos los que he dejado, pero esa gente en la distancia no es solo gente, son también papá y mamá, mi hermano, mis sobrinas, mi cuñada, mis amigos… Ellos son ahora Argentina y mi argentinidad, y lo único que vale la pena extrañar. Todo lo demás lo aprecio, pero no lo añoro. En la distancia, soy capaz de apreciar muchos de los valores argentinos, no en contraposición a los de España, sino como méritos de la historia y las circunstancias de nuestro país austral: remarcables victorias ciudadanas en el ámbito jurídico, la música, la literatura, el teatro, el arte en general, las calles con olor a chimichurri y empanadas de mi Buenos Aires natal y las costas soleadas de mi Mar del Plata adoptiva. Son cosas que viven dentro de mí y que también me han configurado”.
“Por la misma regla, Noelia, Abril, el Tete, Jesús, Irene, Agus y Yolanda… la familia y amigos que he forjado aquí, son la España que es mi hogar; y las montañas esmeralda de Catalunya, los exquisitos calçots, las cosmopolitas calles de Barcelona, las góticas callejuelas gironinas, la tortilla de patatas, las impresionantes fortificaciones de Castilla-La Mancha, la especial simpatía de los andaluces o de los aragoneses, las conmovedoras campanadas matutinas de la Pilarica, los desayunos madrileños en el Benteveo, las `siete tetas´ de Vallecas, son joyas de la España que me ha adoptado y convertido en ciudadano de pleno derecho, hasta el punto en que ahora puedo disfrutarla y criticarla como uno más, o al menos casi casi como uno más, porque me temo que cuando uno emigra, y esto es un aviso para futuros navegantes, terminas por no ser realmente de ningún sitio, porque aquellos que se identifican como argentinos de pura cepa, residentes en su patria, ya no te ven como a un igual, y aquellos que te acogen con cariño en su tierra adoptiva nunca se olvidan del todo que has nacido en otra parte”.

“Emigrar fue para mí una gran aventura que sigo recorriendo con gusto. No es fácil ni es para cualquiera, pues te exige constantes esfuerzos de adaptación, y eso al margen de cualquier sentimiento de nostalgia. Emigrar te obliga a readaptar tus conceptos de pertenencia, o más bien a buscar nuevas relaciones de pertenencia, y esto es algo que a todos les sucede y, curiosamente, a la mayoría le pasa desapercibido. Queremos pensar que extrañamos el dulce de leche cuando lo que en realidad extrañamos es pertenecer al grupo de personas que desayunan alfajores. Una vez que entiendes eso, y te mezclas con aquellos que desayunan torradas o un buen bocadillo de jamón serrano, consigues cambiar tu experiencia desde dentro, conquistando así el exterior”, continúa Gabriel.
“Ahora me pregunto si esa sensación de vacío, de infelicidad, de incertidumbre, producto de la individualización institucional que afecta a casi todo el planeta desde el último cuarto del siglo XX, no es en el argentino un rasgo cultural que le ha acompañado siempre, que le impele a conocerse a sí mismo en diferentes entornos, en diferentes círculos sociales. En una sociedad como la argentina, donde culturalmente está primero el individuo y luego su grupo, donde ser el centro de atención es casi una aspiración tradicional, parece normal que el individuo se aventure a buscar espacios donde destacar, donde ser novedad, donde ser diferente le sirva de anzuelo para pescar nuevas relaciones. Esto también explicaría por qué los argentinos cuya experiencia fuera de su país resulta más en exclusión que en integración -allí donde el anzuelo se ha cerrado- se aferren más a su cultura de origen y vivan con el sueño de poder regresar al lugar de donde partieron”, concluye.
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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