Simulacro
Amedida que se realicen más simulacros de atentados con armas de destrucción masiva, estas grandes tragedias de ficción constituirán el único teatro moderno, en el cual todos podremos participar como figurantes. Hay que aprender a ser masacrados.
En Seattle y Chicago se acaban de ensayar, con absoluto realismo, los efectos de una supuesta bomba radiológica o bioquímica, cuyas escenas de terror imaginario han sobrepasado el presupuesto de la película más cara de Hollywood. En las calles había una multitud de cadáveres ensangrentados con zumo de tomate, autobuses volcados, coches ardiendo, fachadas derruidas, gente despavorida que huía en medio del polvo y el humo, hospitales sobrecargados de heridos echando lamentos, mientras sonaba un bosque de sirenas de ambulancia y se encendían todas las alarmas, desde la oficina de la policía del último condado hasta el Despacho Oval del presidente.
Nadie sabe de qué lado del cielo caerá ahora sobre nuestra ciudad la gran bola de fuego ni por dónde va a penetrar en nuestra casa la plaga de moscas radiactivas, pero hay que estar preparados para una próxima hecatombe ilusoria o real.
Este miedo difuso inoculado desde el poder es hoy uno de los virus que se propaga con más fuerza entre la gente: tiene efectos paralizantes y sirve para mantenerlos a todos expectantes, pero ahormados. Las secuencias de terror fingido montadas en Seattle y Chicago, que han puesto a punto el salvamento ante un ataque terrorista, se han solapado con los atentados verídicos de Riad, de Chechenia y de Casablanca, donde ha habido decenas de muertos y centenares de heridos, que no eran extras de una película, sino víctimas llenas de autenticidad.
A medida que aumenten los atentados, se multiplicarán también los simulacros y llegará un día en que será muy difícil discernir entre la realidad y la ficción, en este teatro del miedo global e indivisible.
Cuando el poder dispone uno de estos montajes de terror, la policía avisa con una carta en los buzones o a través de mensajes televisivos. Pero los buzones están ya atiborrados de folletos anunciando otros sucesos más increíbles. Y la televisión no deja de ser un conjunto de algodones azules y rosas, donde los muertos reales no se distinguen de los muñecos animados.
La única realidad es que nuestra civilización se prepara cada día para una hecatombe y en este ensayo el poder siempre nos otorga el papel de víctimas, aunque, de momento, sólo ensangrentadas con zumo de tomate.
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