Un buen ejemplo: las rupturas no deben ser siempre las patadas
Me separé hace dos años y medio, después de haber estado casada veinte años. A mi ex marido lo conocí a los 23, cuando yo ya era madre: tenía un hijo de tres años, producto de un matrimonio anterior que no había funcionado para nada. Tardamos unos meses en irnos a vivir juntos, pero al fin sucedió. Tres años más tarde llegaba nuestra segunda hija, y poco después (tal vez demasiado poco) los mellizos.
Entonces, de repente, pasamos de ser tres a seis en la casa. Fue todo un desafío, tuvimos que amoldarnos, ajustarnos, aprender, repartirnos tareas, pañales, mamaderas y unas cuantas cosas más. Y la verdad, la verdad, es que todo funcionó de maravillas. No es ni siquiera que lo hubiéramos planeado, fue algo intuitivo, lo traíamos con nosotros. Lo mismo sucedió con la crianza de nuestros hijos: jamás nos contradecíamos ni discutíamos frente a ellos, nos mimetizábamos en el modo de pensar la crianza, el mundo: éramos un gran equipo como padres. De alguna manera, yo creo que mi ex era mi socio perfecto en la paternidad. Con el paso de los años los chicos fueron creciendo, tomaron sus propios caminos y empezaron, de a poco, a dejar el nido. Y yo, que había sido madre desde los diecinueve años, me encontré vacía, sin saber bien qué hacer además de ir todos los días a mi trabajo.
No hubo peleas, ni siquiera roces, pero la cosa es que el matrimonio empezó a desgastarse. Era como si nos hubiéramos "achanchado"; después de tantos años criando hijos, algo había cambiado, nosotros estábamos enrarecidos y la relación, claramente, ya no era la misma.
Podríamos habernos hecho los tontos y seguir como si nada, sí, pero por todo el amor que nos tuvimos (y aún nos tenemos) un día decidimos que lo mejor sería separarnos. Lo habíamos pasado tan bien juntos que queríamos hacerles honor a todos esos años y recuerdos compartidos. Para darse una idea de la pareja, de la familia que habíamos construido, alcanza con contar que muchos amigos y conocidos se largaban a llorar cuando les decíamos que habíamos decidido poner fin a la relación. Aun así, nosotros estábamos seguros de todo.
Las cosas fueron graduales: el primer mes de separados, incluso, seguimos conviviendo hasta que él consiguiera un nuevo hogar. Más allá de las cuestiones prácticas, también nos daba orgullo mostrarles a nuestros hijos que es posible separarse sin hacerlo a las patadas.
Después cada uno siguió su camino, pero siempre pendientes el uno del otro. Más de una vez yo voy a comer a lo de él, o viceversa, los cumpleaños los pasamos los seis, hablamos seguido por teléfono e incluso hemos ido juntos a casamientos en donde nos pusieron... ¡en la misma mesa!
Él tiene una nueva pareja; yo todavía no. Y aunque no sé si estoy todavía como para compartir una salida con ambos, espero, en un futuro no muy lejano, poder hacerlo.
Florencia Ure