Una brisa fría por las calles de San Pablo descubre su costado más posmoderno y desangelado.
Nicolás Artusi
Un viento helado recorre los tres kilómetros de la avenida Paulista: gris y desangelada, tiene la monumentalidad vacía de un parque soviético. Si en Argentina, cada vez que llega el frío, se dice que viene una ola polar, en San Pablo se dice que viene “una ola argentina”: una maldición austral que desafía a burletes y peluquines. La avenida Paulista, orgullo comercial de la ciudad que se jacta de sus helicópteros y helipuertos para millonarios, tiene la elegancia demodé de un golem al que no le consiguen ropa a medida. Los edificios acristalados, las torres de radio, las veredas amplísimas o las columnas rojas del Museo de Arte se interrumpen con esculturas informes que vuelven proféticas las palabras que Adolfo Bioy Casares escribió hace más de 50 años: “El mundo oficial brasileño está entregado de pies y manos a cuanto cubista, concreto o abstracto le proponga sus mamarrachos”.
También diría Bioy que, vista desde el aire, Buenos Aires de noche es menos imponente que San Pablo, menos hermosa que Río. A nivel de la calle, San Pablo ahoga al turista agorafóbico: los rascacielos construyen un corredor de chiflete eterno y, en una tarde cualquiera de abril, la ola argentina certifica la llegada del otoño, que en Río no es más que una excusa para salir antes del mar (se sabe que allá anochece muy temprano). El semáforo amaga con cambiar de color antes de que el paseante pueda cruzar la calle, y en cada esquina se repiten los apuros y tropezones: puro vértigo peatonal para el que acelera el paso cargado con bolsas.
La avenida Paulista es una promesa de Nueva York o Hong Kong en el trópico, un motivo de orgullo para la ciudad que se jacta de tener el parque industrial más grande de Latinoamérica y una fantasía de mundanidad en la era del ultracapitalismo: se consiguen todas las marcas importantes de carteras, zapatos o vestidos. Y con algo de dignidad perdida, al bajar una escalerita, un dinosaurio da sus últimos suspiros: la tienda Fnac, antiguo paraíso del melómano, hoy languidece en un sótano de alfombras raídas. Gigante, como todo en la avenida Paulista, la sucursal tropicalísima de la disquería francesa remata discos y películas por centavos de real: agónicos bajo la luz blanca de unos tubos que parpadean, Brad Pitt y Julia Roberts miran desde las bateas con la actitud suplicante de un cachorro que busca amo.
En su decadencia, la disquería es el testimonio de un mundo que ya no existe: junto con los pocos caserones palaciegos que fueron de los antiguos barones del café, los restos de dos siglos pasados. Si es cierto que Río tiene una elegancia demodé congelada en los 60, San Pablo es tan moderna como puede ser un episodio de Los supersónicos: vista desde el aire, aunque el último piso del rascacielos aún no vea pasar autos voladores y sus ventanas silben cada tarde que sople un viento helado, perdura como la ilusión de una época que imaginaba el futuro moldeado en hormigón.
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