Un oficio oracular tan viejo como los libros
Hace unos meses un amigo con el que inevitablemente terminamos hablando siempre de libros me recomendó La vanidad de los Duluoz. Jack Kerouac tenía 45 años cuando escribió esa narración en la que con "prosa espontánea" cuenta sus peripecias como futbolista universitario y marino, y sus primeros contactos beatniks. Fue lo último que publicó antes de morir en 1969. ¿Por qué me lo recomendó E., si sabía que hace tiempo que le perdí el gusto a Kerouac? Supongo que por un detalle: a pesar de su relativa juventud y encontrarse en plenos años sesenta, Kerouac despotrica contra los tiempos que corren, en particular la juventud. ¿El autor de En el camino oponiéndose a las liberalidades sesentistas? E. conoce mi gusto por las paradojas. Es un gran guía.
Los amigos que recomiendan lecturas practican un oficio oracular tan viejo como los libros mismos. Sus sugerencias a veces son compulsivas y tienen la gracia de los intereses compartidos. Que esas sugerencias rápidas y sucintas puedan extenderse a un amplio público desconocido, como ocurre hoy por la facilidad que habilitan las redes, no tiene nada de nuevo: basta un voto de confianza y compartir una sensibilidad.
Cualquier lector, sin embargo, al sugerir las ventajas o desventajas de tal o cual libro está ejerciendo un primer grado de la crítica. Hablar del libro que sea, incluso un hit literario veraniego, obliga a comparar con otro hit veraniego. Es, claro está, una primera etapa porque respaldarse solo en el gusto o la intuición esconde una complacencia similar a la de cualquier like. La mayoría de los libros (o los discos, o las películas y tantas cosas más) tienden, sin saberlo o quererlo, a adular nuestros antojos estéticos, confirmarnos en nuestras ideas. Es a lo que apuestan con descaro los algoritmos: favorecer esa endogamia, lanzarnos a un eterno círculo vicioso donde –se supone– todos queremos más y más de lo mismo, y no, justamente, lo distinto, que es la gracia última del arte.
Siempre va a ser mejor recomendando una persona de carne y hueso que un algoritmo, pero también resulta necesario ir más allá para no ceder a las tentaciones del conformismo. Las cosas, tal vez no esté de más recordarlo, no son solo lo que nos interesa.
La crítica soporta, en estos días de consumo meteórico, varios prejuicios. Se la considera, por ejemplo, una suerte de circo romano que se entretiene subiendo o bajando el pulgar. O se la acusa de dirigirse a un círculo aúlico, poco interesado en los lectores, como si su función no fuera interpretar, sino recomendar con el fin último, como si fuera una pobre mercachifle, de vender. La crítica como concepto surgió con la revolucionaria idea de que toda obra debía dar lugar a otras obras que la tomaran como objeto o como inspiración. Una obra que vale la pena inspira a decir cosas sobre ella, que a la vez la enriquecen. Por eso quizá la crítica no tenga tanto que explayarse sobre los libros industriales (que eventualmente se pueden disfrutar, por qué no), que siguen fórmulas tan eficaces como las que debe usufructuar la fabricación serial de salchichas.
Qué es lo que hace la crítica: en primer lugar, atenerse al libro, ver si funciona por sí mismo, si cumple las ambiciones que él mismo se impone. Para eso, es necesario comparar y conviene un consejero más o menos entrenado: cuando leemos un libro interesante, pero que se parece demasiado al de otros autores sin ninguna originalidad, ¿no conviene señalar que eso que suena tan bien ya fue hecho antes y mejor?
Una nota personal: lo más interesante como crítico sucede cuando me descubro interesado en libros que nunca hubiera hojeado si me hubiera basado en mi gusto. Y, de manera inversa, cuando disfruto de libros de los que no tengo nada para decir y de los que tranquilamente podría haber prescindido. ¿Qué voy a opinar de este libro cuando lo relea en cinco o diez años?, es una pregunta clave para ir más allá del principio del placer. Pensar dejando de lado el gusto es también lo que allana el camino de obras que –si de halagar nuestras inclinaciones se trata– se perderían en el camino. No es difícil hoy cruzarse con lectores de César Aira. Son muchísimos más que en los tiempos en que era la contraseña de unos pocos catacúmenos. Aira es el principal culpable de que se lo lea, pero la crítica supo acompañar ese camino. Permitió no la lectura de un solo libro, sino de toda una obra –que ya llega a cien volúmenes, algunos brevísimos– en su conjunto. Pero pongamos algún ejemplo histórico. Saltéemonos el Ulises, que todavía aterra a tantos lectores. Saltéemonos a Borges por obvio. Elijamos Moby Dick. No conozco a ninguna persona que lo haya leído que no lo tenga por memorable. A mediados del siglo XIX, los relatos de balleneros eran un subgénero popularísimo y, sin embargo, la novela de Melville no tuvo la menor repercusión. No había que buscar muy lejos las razones: era larguísima y la acción –el capitán Ahab a la caza de su ballena blanca– se postergaba indefinidamente. Quedó flotando en el limbo hasta que algunos lectores entrenados –llamémoslos además críticos– la fueron sacando a la superficie. Si me permiten, ese es el libro que me gustaría recomendarles. n
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