Gabriela Alonso tuvo una infancia feliz. Allá, hacia finales de los años 70 y los 80, vivía en la zona de Canning rodeada de campo, escasas construcciones, y buenos momentos compartidos junto a su madre, padre y hermano mayor. Era la preferida de su abuelo, la consentida por las tías y querida por toda la familia. Para ella todo era amor, y nada sabía del dolor y la pérdida.
Fue a los 13 que su vida cambió para siempre. Su madre, que solía esperarla en la parada del micro escolar, no estaba. Gaby caminó hasta su casa, tocó el timbre y quedó a la espera de una respuesta que nunca llegó: "Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Tenía la certeza de que mi madre estaba ahí, detrás de la puerta, sin vida", recuerda. "Podría haber pensado en cualquier problema de salud de mis abuelos, pero no, algo muy difícil de explicar ocurrió con mi cuerpo. Tuve miedo, y del pánico salí corriendo".
La adolescente corrió unas diez cuadras sintiendo que se ahogaba. Intentó soltarse la corbata, pero esta la ahorcaba aún más. Llegó a la casa de una amiga y, sin dudarlo, anunció que algo malo le había sucedido a su madre. Pocas horas más tarde, le anunciaron que se había quitado la vida con el arma de su padre.
Tapar el dolor
Para Gaby, la vida continuó como si nada hubiera pasado, con el dolor atorado para no generar ningún problema adicional. Su padre, de inmediato, los sacó de aquel hogar de los malos recuerdos, y se fueron a vivir a lo de una tía, hasta conseguir otro lugar permanente donde morar, esta vez en una zona más urbanizada, en Monte Grande. A los seis meses ya tenían casa nueva y, al poco tiempo, conocieron a la nueva pareja de su padre. La joven se dedicó a ser la estudiante más aplicada y a mantenerse en silencio; tranquila y sumisa se dispuso a transcurrir sus años de secundaria.
"Aún no lograba rearmar mis partes", revela. "El duelo no lo podía hacer, porque no paraban de pasar cosas en mi entorno, no había transcurrido ni un año, que ya tenía que compartir encuentros y momentos familiares con la nueva mujer de mi papá y sus tres hijos", continúa pensativa.
Unos meses más tarde, el padre y su novia adquirieron la propiedad vecina para unirla al nuevo hogar y ensamblar la familia. El corazón de Gabriela cayó en profunda nostalgia: de vivir en Canning como una familia "tipo", pasó a hacerlo en un caserón con otra familia y otras costumbres. "Lo viví como una invasión absoluta", confiesa. "Y lo peor es que no habían terminado la reforma, que ya estaban levantando medianeras nuevamente para separarse. La convivencia duró lo que duró la obra".
Salvarse sola
La adolescente seguía en silencio, sin oportunidad de trabajar en su duelo, siempre aplazado por nuevas tormentas presentes, difíciles de atravesar. Al mundo se mostró serena, obediente; algo en ella le decía que no había espacio para más conflictos: "En mi memoria tengo grabado un día, a los 14 años, me miré al espejo y me dije: `En esta vida te vas a tener que salvar sola, porque nadie te va a rescatar´. Jamás olvidaré la mirada que me devolvió ese espejo".
Al poco tiempo de separarse, su padre formó una nueva relación, otra mujer con tres hijos que incluso, para una nueva convivencia, trajo a su madre. Una vez más, vivir bajo un mismo techo resultó una mala experiencia. Para cuando Gabriela cumplió los 18 e inició su primer año en la UBA, comenzó a trabajar en paralelo a fin de ayudar con los gastos de la casa y, siendo la única mujer aparte de la pareja del padre, solo a ella le exigían que realizara las tareas del hogar. La joven se sintió una Cenicienta, con un padre que miraba para el costado y una mujer que la hostigaba.
Gabriela se encerró cada vez más en su mundo solitario, vivía en aquella casa, pero era una sombra. Sin buscarlo, un día develó que su madrastra era infiel, algo que se animó a comunicarle a su padre. "Así que se separaron. Pero me sentí dolida, porque lo hizo porque ella lo engañaba con otro, no por cómo me trataba a mí. Mientras tanto, yo seguía con un duelo trunco y otra frustración más para procesar. Al poco tiempo se puso otra vez en pareja y le pedí que no vuelva a convivir, que me dé tiempo para poder irme primero".
Buscar una madre, doler una madre
Con su padre, a pesar de todo, Gabriela siempre había mantenido una buena relación. Sabía que él intentaba darles una madre, una familia, pero ella, a pesar de sus pocos años, comprendía asimismo que él no lograba ver que la familia ya la tenía: "A los 42 años, mi papá quedó solo con sus hijos, a los que mucho no conocía, porque al ser proveedor - como se estilaba en aquel momento- la que estaba con nosotros era mamá. Y debo admitir que durante años tuve pánico que se quitara la vida. En mi familia hay un historial en relación a los suicidios".
A lo 25 años, casi recibida y con un buen trabajo en una de las mejores agencias de publicidad multinacional, Gabriela se fue a vivir sola, muy cerca de donde vivía su novio. Él, que venía de una vida muy diferente, la acompañó a volar. Al tiempo se juntaron, se casaron y, cuando llegó el momento de pensar en los hijos, la joven comprendió con mayor fuerza que nunca que no había hecho el duelo de su madre: "Creo que hay que estar en eje, con el cuerpo listo para ello, entonces decidí enfocarme en mi trabajo".
Fue a los 29 años que experimentó un pico de estrés severo, que la instó a comenzar un tratamiento terapéutico y a revisar los episodios de su vida. "Entendí que me fue más complejo tapar el pasado y acompañar aquel caos y hostigamiento que viví en mi adolescencia, que seguir viviendo y salir al mundo sin una madre".
Cuando finalmente decidieron formar su propia familia, a Gabriela y su marido les costó concebir. Perdieron un embarazo, que quedó retenido: "Veinte días después me encontré un perro que me brindó su cariño. Ese mismo día durante una larga noche mi cuerpo soltó, y me vacié por completo. ¡Experiencia durísima! Como pocas. Inexplicable. Y al día siguiente, tratando de negar todo, me fui a trabajar. Mi empleo me garantizaba no conectar con el dolor una vez más".
Dar vida
Sin embargo, acompañada de diversas terapias, Gabriela comenzó a sanar. Poco a poco se conectó con los sucesos de su vida, los fue asimilando y se entregó a la tristeza. Tiempo después, con un diagnóstico de trombofilia, encararon un tratamiento de fertilidad, que funcionó en un segundo intento y le dieron la bienvenida a Félix al mundo: "Siento que tantos sobresaltos en mi vida hicieron que tuviera que endurecerme para poder crecer, estudiar, trabajar de lo que me gusta, formar una pareja. Tuve que autorregularme desde chica, porque los límites y el orden a mi alrededor iban y venían. ¡Creo que tanto esfuerzo por seguir en pie rigidizó hasta mi sangre! Mis trombofilias son adquiridas, no hereditarias..."
La llegada de Félix cambió la vida de Gabriela que, al año y sin tratamiento, ya estaba embarazada nuevamente de Milo, otro hijo maravilloso.
Una vida rica
Hoy, ya con 43 años, Gaby superó la edad de su madre en vida. A ella, su historia le dejó un aprendizaje particular, alejada de las culpas. Llegar a su presente no fue sencillo, en el camino comprendió la importancia de la comunicación; entendió que callar y evadir heridas que necesitan doler, profundizan los vacíos y anclan el sufrimiento.
"Ya no tengo más miedo de que mi familia se quite la vida. Entendí que estamos todos de paso y, en mi caso, llevo una existencia plena, trabajo de lo que me gusta, tengo la familia que siempre soñé", dice conmovida.
"Aunque suene extraño, siento que en este transitar tuve la fortuna de atravesar experiencias difíciles que me trajeron hasta acá. No modificaría ni un solo capítulo de mi vida. Porque tuve la suerte de poder vivir muchas vidas dentro de una y siento que eso, en este presente, me vuelve una madre más integra para mis hijos. Finalmente, pude comprender que lo que yo creía que era una vida traumática es una vida muy rica".
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