Una semana sobre el agua
Con esta nota LN R inicia una serie de diarios en primera persona que dan cuenta de las múltiples formas de moverse en el siglo XXI. Hoy, un crucero por el Caribe
Somos unas 3570 personas. Aproximadamente. A varios cientos no las cruzaré nunca. Porque viven en subterfugios de esta gran ciudad flotante. Son los invisibles que permiten que todo funcione correctamente para que todo sea sonrisas a bordo. Todo es una gran sonrisa, no vaya a ser que alguien la pase mal. Un crucero, este crucero al Caribe, es una gran sonrisa flotante, una realización personal de mucha gente que poco tiene que ver con millonarios encendiendo puros con billetes de 100 dólares. El Enchantment of the Seas (Encanto de los Mares) mide 339 metros de largo, tiene once cubiertas y fue construido en 1997, en Finlandia, con un costo de 375 millones de dólares. Y entonces hay unas 2500 personas que circulan por ascensores, casino, bares, pileta, jacuzzi, cubierta, gimnasio, discoteca, teatro, shopping... y el buffet, donde increíblemente nada colapsa y uno puede servirse chili con carne unas once veces si lo desea. Mientras el sol se zambulle en el Pacífico, otro imponente crucero arranca y de un lado y de otro la gente se agolpa contra las barandas para saludarse. El barco calienta los motores en el puerto de Colón, en Panamá, donde el calor es el aliento de un dragón y la humedad es ese Goliat que lo tiene a uno bajo la suela. Hay, antes que nada, con todo el pasaje a bordo, un simulacro de evacuación, del que participa toda la tripulación. Por ejemplo, uno de los que registran es Alex, un mexicano que un rato antes preparaba margaritas al borde de la pileta.
Latinidad
La primera reacción al subir a un crucero por primera vez es recorrer, descubrir, conocer. Como si una fuerza interior dijera: "Okey, estoy en la cubierta, con uno de esos tragos fosforescentes al que adornan unas sombrillitas que uno nunca sabe bien dónde colocar... Pero necesito ver... más allá."
Más allá, cuando el barco empieza a moverse, significa ir y venir, investigar que las tiendas abren a medianoche, que la música al borde de la pileta tendrá el sabor del reggaeton, la salsa y el merengue, que se puede beber sin cargo toda la limonada que se desee pero hay que pagar el alcohol y las gaseosas (hay promociones), que una barra de pizzas, hamburguesas y panchos sacará de cualquier apuro cuando los restaurantes estén cerrados, que cada empleado (nombre y país aclarado en su solapa) sonríe, ayuda y se esfuerza por hablar español. Porque éste es un crucero latino (la idea es que, como no sale de EE.UU. y no se necesita visa, es más accesible), con un 80 por ciento de colombianos, muchos panameños y venezolanos, unos pocos argentinos y un puñado de norteamericanos y europeos que quieren vivir ¿latinidad? Entre ellos, parejas, matrimonios, grupos de niñas de 15 con su chaperona, más parejas y matrimonios y alguna modelo invitada especialmente que hará sus fotos en la cubierta.
Luego de navegar toda la noche, la primera parada es Cartagena, en Colombia. Es preciso contactar a un taxista hábil (y con aire acondicionado), que pueda realizar un expeditivo recorrido, pues el horario para zarpar es riguroso y el barco no espera a nadie. A través de mínimas callejuelas se desemboca en una impactante muralla donde, en lo alto, reluce el fuerte San Felipe, erigido por los españoles en el siglo XVII. Es mediodía y hay que subir a pie, bajo un sol aplastante, entre el blanco de mesas decoradas de lo que por la noche será una boda. La recompensa está al bajar, en uno de los minúsculos bares locales, donde una cerveza devuelve el pulso.
El almuerzo es en la Ciudad Vieja, en La Casa de Socorro, donde una colorida palenquera convida con una cocada, que abre el apetito. Llegarán sopa de pescados en leche de coco, patacones (plátano frito), muelitas de cangrejo, tollo, camarones y una tortuga guisada que es más que un desafío frente a la sensación térmica reinante.
La Ciudad Vieja se abre entre un laberinto de bares y plazas, edificios coloniales y coloridos, donde una recova resguarda numerosos puestos de venta de dulces y un supuesto artista ofrece unos dibujos en papel "a precio de gallina flaca".
La costa colombiana es nuevamente anfitriona el segundo día, esta vez en Santa Marta, cuyo atractivo principal son las deslumbrantes playas. Hay palmeras. Bailes nativos, tambores, iguanas gigantes y un almuerzo de carnes grilladas bajo un sopor al que empuja el aplastante calor, unos 40 grados.
Por la noche, la gente se agolpa en uno de los salones para poder sacarse fotos con el capitán, el croata Srecko Ban, quien tiene a su cargo el barco desde hace tres años. La gente se pavonea con trajes, vestidos largos y hasta smokings alquilados por 300 dólares. Si el capitán es la figurita difícil del barco, la verdadera estrella es Rico Du Breil, que se presenta como director del crucero, pero que en realidad es el encargado del entretenimiento. No sólo de determinar cuáles son los shows que albergará el viaje, sino de presentarlos y hasta de protagonizarlos. Rico puede ser relacionista público, animador, monologuista, atleta, humorista y... stripper en el espectáculo "sólo para mujeres".
Para la cena, el lugar más requerido es My Fair Lady, uno de los tres restaurantes, capacitado para dar de comer a todos (tiene unos 1100 cubiertos), en dos turnos. La cocina, dirigida por el chef austríaco Alfred Hauser, y donde trabajan 140 personas, produce unas 154.000 comidas (4500 kilos de carne, 21.600 huevos, 11.000 kilos de fruta) por semana. No es broma: todos los platos salen con temperatura perfecta y en el punto solicitado. El menú, de muy buen nivel, varía diariamente, y la carta de vinos ofrece botellas de todos los rincones del planeta.
Mientras se degustan caracoles gratinados y pato al horno, acompañados por un Châteauneuf-du-Pape 2007, de Les Closiers, el crucero pone rumbo hacia las Antillas. El amanecer saludará desde Oranjestad, la capital de Aruba, una isla repleta de contrastes, donde predomina la aridez, con cactus y piedras y piedras y más piedras volcánicas que son apiladas por los supersticiosos (dicen que hacerlo da buena suerte). Una recorrida en jeep permite observar varios puentes naturales sobre el bravío oleaje de la costa norte. El panorama cambia radicalmente en el Oeste, donde las playas son ese remanso turquesa de la postal. Aruba puede ser un desierto, un paraíso o una ostentosa avenida de alta gama repleta de joyerías y grandes marcas.
El show de Truman
El paso siguiente es Willemstad, en la isla de Curaçao, una bellísima ciudad con edificaciones de todos colores que se ordenan a un lado y otro de un canal. De un lado está Otrabanda; del otro, Punda. Un puente flotante une ambas extremidades de esta especie de ciudad a la Truman Show, donde todo es apacible, el tránsito es ordenado, nadie toca bocina y todos parecen sonreír... Hay casas de un millón de dólares y barrios de trabajadores subvencionados por el gobierno. Más allá de las diferencias, nadie parece tener demasiados problemas ni tampoco querer generarlos. Ni siquiera la gran cantidad de gente que permanece ilegal en la isla y que llega, por ejemplo, en cruceros como el que protagoniza esta nota.
La última de las perlas del Caribe, y que cierra la trilogía de islas que conforman las Antillas Holandesas, es Bonaire. Su capital, Kralendijk, es un sitio mucho más austero que las otras dos y cuyo fuerte es la gran cantidad de corales que poseen sus playas, ideales para quienes gustan del snorkeling y del buceo. A bordo de un viejo galeón de madera, con una variopinta tripulación (una pareja suiza, un irlandés, una holandesa y un local) que reparte anécdotas, frutas, tragos y equipo de snorkeling, se llega a Klein Bonaire, una pequeña y deshabitada isla vecina, que subyuga con el color del agua y la cantidad de peces que se pueden avistar a los pies de uno.
De regreso al crucero, el día final es de navegación y sirve para terminar de desentrañar los secretos del barco. Ver a la gente haciendo gimnasia, escalando un muro artificial, tomando sol o, simplemente, observando, trago en mano, la inmensidad del mar. Es tiempo de volver a Panamá, de cerrar el sueño.
Se bajan 2500 personas. Los tripulantes, con el rostro cansado, se preparan para recibir a los nuevos huéspedes. Otra vez, a poner en marcha las sonrisas sobre la enorme ciudad flotante.