Una víctima fuera de las estadísticas
Hay una víctima de la pandemia que no figura en estadísticas ni filminas. La verdad. A lo largo de interminables meses de cuarentenas cada vez más laxas e insostenibles, el virus de la mentira y el del engaño se expandieron con una velocidad acaso mayor que la de su pariente, el coronavirus. El medio propagador que estimuló su poder destructivo fueron las redes sociales, que revelaron ser un gran problema, como advirtió el politólogo, economista y ensayista estadounidense Francis Fukuyama, entrevistado en este diario por Hugo Alconada Mon el 30 de agosto pasado.
Noticias falsas, descubrimientos científicos que no eran ni descubrimientos ni científicos, fotos trucadas, estadísticas manipuladas, datos mentirosos, fuentes dudosas o inexistentes para supuestas informaciones que eran desinformaciones, pseudocientíficos, o científicos oportunistas, haciendo declaraciones insostenibles, pero rápidamente viralizadas (valga la paradoja). Esos fueron apenas algunos platos del extenso e indigesto menú de la mentira. A la galería de la desinformación se sumaron las fake news oficiales. Dislates y barbaridades expresadas por algunos gobernantes a través de las redes en el afán de mantener, justificar o imponer irresponsables medidas (o ausencia de ellas) que, tomadas por ellos, solo contribuyeron a empeorar la situación sanitaria, social y económica de sus países y sus sociedades. Difusión de cifras adulteradas, anuncios de soluciones ilusorias, descalificación de quienes denunciaban la desnudez de los reyes fueron inesperadas e insólitas áreas de gestión en la cotidianidad de presidentes, ministros e incluso funcionarios de organismos de salud nacionales e internacionales. El comediógrafo inglés Jerome Klapka Jerome (1859-1927), que alcanzó la celebridad con su novela Tres hombres en un bote (mordaz crítica de la era victoriana) y con su obra teatral El huésped del tercer piso, recomendaba decir siempre la verdad, a menos que uno fuera un estupendo mentiroso. Consejo que no siguen muchos gobernantes, especialmente en tiempos de pandemia y cuarentenas.
El virus de la mentira y el del engaño se expandieron con una velocidad acaso mayor que la de su pariente, el coronavirus
Si el virus de la mentira prende y se expande del modo en que lo hace posiblemente se deba a varios factores. El primero es la necesidad humana de encontrarle explicación a todo, de no soportar vivir con la incertidumbre (un componente esencial de la vida) y de querer controlar lo incontrolable. Esto habilita a los vendedores de humo, de falsedades, de ilusiones y falacias, a tener siempre un amplio mercado cautivo. Un segundo factor, derivado del primero, es la credulidad necia. Una vez aceptada la mentira disfrazada de verdad, gran cantidad de personas (demasiadas) se niegan a admitir que han sido timadas y que la realidad es opuesta a lo que desean y, dando por cierto el engaño, se dedican a repetirlo como un dogma y a difundirlo enfáticamente. Un tercer factor son los intereses perversos, de tipo económico, político o ideológico, que se esconden detrás de la difusión de fake news (con la colaboración consciente o involuntaria de voces mediáticas). Y el cuarto y decisivo factor es el abandono de la facultad de pensar por cuenta propia, evaluando, comparando, investigando y sometiendo a prueba la información, además de explorar la existencia y la solidez de las fuentes. Desertar del pensamiento crítico equivale a automutilar un atributo humano precioso y fundamental.
Aunque se desarrollen vacunas contra el Covid-19, quizás los estragos causados por la muerte de la verdad resulten inconmensurablemente dañinos a largo plazo, porque el virus que la provoca permanece activo en las mentes durante mucho tiempo, adoptando diferentes disfraces y expandiendo la sospecha, el escepticismo, la desesperanza o, peor, la candidez tóxica de quienes prefieren que otros piensen por ellos. Esta será la pandemia contra la que habrá que luchar en un futuro muy próximo.