Por Pablo Montiel*
En un barrio cualquiera, alguien sale por la mañana rumbo a su trabajo. Al acercarse a su auto estacionado en la puerta de la casa, lo encuentra chocado. Pregunta a los vecinos, pero no hay testigos, e inmediatamente comienza la recolección de imágenes de las cámaras de seguridad de los negocios y edificios vecinos hasta dar con hora y autor del hecho para que después la Justicia y los seguros hagan lo suyo.
Esta es una escena más habitual de lo que uno se imagina. Miles de crímenes, hurtos, arrebatos o accidentes de tránsito diarios que podrían quedar impunes se transforman en casos resueltos a partir de las imágenes tomadas por miles de cámaras de seguridad que se replican por toda la ciudad. Hasta ahí, algunos de los efectos beneficiosos de vivir rodeados de cámaras. Pero cada vez son más lo que se cuestionan si tiene sentido vivir todo el tiempo apuntados por una cámara.
Buenos Aires tiene cerca de 10.000 cámaras que dependen solo del gobierno porteño. Además se suman las de los organismos nacionales y el enjambre de cámaras privadas de las que el Estado no tiene control.
La ciudadanía les demanda a los políticos mayor seguridad. Pero las causas de la inseguridad generalmente son complejas y, muchas veces, inabarcables para los estados que responden con soluciones medianamente ejecutables por ellos. Disponer de presupuesto para la compra e instalación de videovigilancia en el espacio público suele ser la respuesta más rápida para dar. Por ejemplo, Buenos Aires tiene cerca de 10.000 cámaras que dependen solo del gobierno porteño. A eso sumémosle las de los organismos nacionales y el enjambre de cámaras privadas de las que el Estado no tiene ningún control. El panorama asombra y hasta nos puede generar un poco de paranoia.
Satélites, drones, cámaras en uniformes y en los móviles policiales, en los cajeros automáticos, en las computadoras y tablets y las de nuestros celulares conforman una red increíble de monitoreo y vigilancia audiovisual que hacen que muy pocos momentos de nuestras vidas sean realmente privados e íntimos. Si a eso le sumamos la permanente georreferencialidad de nuestros celulares y los softwares de reconocimiento facial, las aplicaciones que juegan (jugamos) con nuestras fotos como el face app, podríamos afirmar que los conceptos de privacidad e intimidad están en crisis.
Por un lado, deseamos tener privacidad, pero por el otro, parece inevitable que nuestros datos y nuestras imágenes circulen por un universo que desconocemos absolutamente. Ante esta perspectiva, rendirnos no parece ser una opción, pero intentar protegernos es agotador y los resultados pueden ser desmoralizantes. Nada que la cultura popular no nos haya ya advertido.
En un principio fue 1984. La novela de George Orwell inauguró los 50 imaginando un mundo distópico que giraba alrededor de un Gran Hermano que vigilaba a la humanidad. En los años 70, Blade Runner anunciaba ciudades superpobladas, deshumanizadas e hipertecnologizadas. Veinte años después, The Truman Show nos mostraba una ciudad como set y la vida como un programa de televisión que preanunciaba el fin de la privacidad. Los dos mil diez se transformaron en la década donde la ficción se vuelve realidad y donde nuestras vidas públicas se desarrollan en ciudades hipervigiladas.
La hipervigilancia ciudadana es una herramienta que ayuda en caso de siniestros, actos terroristas y catástrofes naturales, pero por el otro lado, un fenómeno en el que acechan peligros que van desde la pérdida de la intimidad hasta la posibilidad de que estados autoritarios acosen a los ciudadanos con la excusa de la seguridad.
Ahora bien, ¿cuál es la demanda? Quizá la superpoblación de las ciudades, el crecimiento del delito, la mirada sospechosa hacia la otredad y la voracidad de las industrias de la seguridad llevaron a que pidamos más plazas, más parques, más espacio público para que los niños jueguen en libertad como cuando éramos chicos. Mientras añoramos esa infancia, nos tenemos que adaptar a este mundo en el que ya no podemos jugar a las escondidas y, en el ring raje, invariablemente, nos dan la cana.
*Asesor urbano. Gestor de ciudades y agitador cultural. Trabajó en 109 ciudades y