Vides centenarias y juegos de luz en las alturas
MOLINOS, Salta.- Hace ya varios kilómetros que el celular está en silencio: no hay señal, no hay datos. Al poco tiempo de salir de Cafayate, hacia el norte, por la ruta 40, su utilidad se redujo a la de una cámara de fotos con la que registro el mutante paisaje. Los cardones gigantes quedaron atrás, y ahora que la ruta se abre paso entre montañas descoloridas por el tiempo, amarillentas como hojas de un libro olvidado, en las que el viento y la lluvia han dibujado formas, creo que estamos en Marte. En cualquier momento, la ruta nos dejará en la entrada de una de esas ciudades marcianas soñada por Ray Bradbury... Somos dos 4x4 deslizándose en el atardecer a través de un desierto inhóspito, surreal.
Para cuando la noche caiga sobre nosotros, habremos cruzado un par de cursos de agua más o menos secos, habremos hecho unos minutos en Molinos para una parada obligada que aprovechamos para entrar en la penumbra de su iglesia establecida en 1659, habremos masticado coca o tomado dramamine para combatir los efectos de la altura, y entonces habremos llegado a destino. "Soy el Colo", dirá al portero eléctrico quien conduce la camioneta que me lleva, e inmediatamente el portón eléctrico instalado en el medio de esta nada oscura nos abrirá paso a un sendero bordeado por piedras irregulares.
Al final del camino se encuentra el casco del Hotel Estancia Colomé, reabierto recientemente, y donde se encuentra el edificio de la bodega más antigua en funcionamiento de la Argentina (data de 1831) y, a cinco minutos de caminata y a 2300 metros sobre el nivel de mar, el Museo James Turrell. Pero la visita al museo es mañana; ahora hay por delante una cena, un tasting de vinos de la bodega y una necesaria noche de descanso en este hotel de lujo de arquitectura colonial erigido en el medio de la nada.
En el medio de... ¿la nada? Camino a mi habitación, me asomo a uno de los portales del casco de la estancia, el que mira al sur, desde donde solo se aprecia una oscuridad profunda en la que, intermitentes, brillan las luciérnagas y, arriba, las estrellas. No se distingue ninguna forma, pero la brisa de la noche permite adivinar el aroma de las lavandas.
En la huerta
De día, la puerta del sur abre al valle verde de vides con sus racimos de uvas listos para ser cosechados [estamos a fines de febrero], pero también a un sendero que atraviesa voluptuosas plantas de lavanda y lánguidos árboles de aguaribay. El camino pasa a un lado de una pileta rodeada de reposeras y se pierde luego en dirección a la huerta. Allí me encuentro con Patricia Courtois, reconocida chef que dejó por un rato los Esteros del Iberá, donde conduce los fuegos de la Hostería Rincón del Socorro, para dar una vuelta de tuerca a la propuesta gastronómica del renacido Hotel Estancia Colomé.
Me cuenta que su propuesta es conceptualmente similar a la Iberá: rescatar los productos y los saberes gastronómicos de la zona (al día siguiente a nuestra partida, relata con la alegría de un chico, una doña le abrirá las puertas de su casa para enseñarle una de esas recetas que se transmiten de boca en boca). Me habla de la huerta y del trabajo que demanda mantenerla; también de la alegría de poder armar sus platos a partir de las muchas variedades de tomates, de calabazas, de hojas, de flores comestibles y de una infinidad de productos que se cosechan día a día.
De camino al invernadero, donde cultiva vegetales que demandan protección del frío, pasamos junto a una higuera centenaria, gigante, viva y repleta de higos. Recuerdo que algunos de sus frutos fueron parte de los maravillosos platos de la cena de anoche. Cuando desande el camino, en dirección al viñedo donde nos espera el ingeniero agrónomo de la bodega, planeo para el horario de la siesta un asalto a la higuera que me permita volver a casa con unos cuantos de estos frutos cuyo sabor hace que mi mujer se transporte mentalmente a la cocina de su abuela.
Un cuadro del anochecer
Los viñedos rodean el casco de la estancia, pero los que se encuentran del otro lado del curso de agua que corre junto a una de sus caras son los más antiguos. Allí hay parrales centenarios de uva criolla, que aún hoy dan fruta. Troncos añosos, gruesos, retorcidos, y ramas que se sostienen sobre nuestras cabezas y nos ofrecen sombra en el paseo. Andrés Trygve Höy, ingeniero agrónomo de Colomé, cuenta que cuando una de estas históricas vides muere no se la reemplaza. Ese es el deseo de Donald Hess, propietario de la bodega desde 2001, el magnate delirante y enamorado de los Valles Calchaquíes que tras comprar la bodega decidió instalar aquí un museo único en el mundo, dedicado exclusivamente al artista norteamericano James Turrell.
La visita al museo está prevista al anochecer. De hecho, es preciso el horario de entrada como preciso es el de salida. Luego de una jornada de recorrido por la bodega, un nuevo tasting de vinos de maravillosa impronta salteña, almuerzo y siesta (momento en el que despliego un sigiloso ataque a la higuera), la última luz de la tarde nos encuentra reunidos en la entrada del museo. Somos unas diez personas (mitad periodistas, mitad huéspedes del hotel que hablan en alemán). Nos calzamos unos auriculares que nos darán las instrucciones/explicaciones, y recorremos el museo según un itinerario preestablecido.
Es que el museo consta de un calculado trayecto por habitaciones y pasillos, y su precisa iluminación –es el "artista de la luz", así definen a Turrell–. Recorremos espacios donde las luces crean formas, contornos, ilusiones... Por momentos no sabemos si estamos delante de una pared o del vacío. Hay también ejercicios de oscuridad, donde al acostumbrarse nuestros ojos comienzan a aparecer figuras, bordes, y donde la vista se asoma a umbrales poco transitados de la percepción.
La última instalación –a la que solo se accede siendo huésped del hotel– es una sala en la que se disponen mantas y almohadas sobre el piso para que los asistentes se acuesten de cara a una abertura rectangular en el techo. La "actividad" comienza en un momento preestablecido que coincide con un particular estadio del anochecer. Lentamente, la iluminación de la habitación cambia: se alternan los colores y la intensidad. Esa ventana al cielo por momentos es fondo, por momentos adquiere volumen, profundidad. Como contrapartida, los asistentes también cambiamos en la perspectiva. Sin despegarnos del suelo nos alejamos, nos acercamos; somos espectadores y en el instante siguiente estamos inmersos en la obra. Nos perdemos en la luz.
A la salida, mareados, tratamos de explicar lo sucedido. Todos coincidimos que hace falta una buena copa de Malbec para llamar al orden los sentidos. A mí el aroma a lavanda me recuerda que aun estamos en Marte, aquí arriba, en el medio de los Valles Calchaquíes.