Vinos con cuernos: qué son los bio y cuáles deberías probar
El mundo del vino está cambiando: hasta hace algunos años se hablaba de estrés hídrico, luego de terruños y hoy de enterrar cuernos en las hileras. Enterrar y cuernos. Así, literal.
Existe un grupo creciente de productores volcados a la biodinámica que, para conseguir buenos vinos, hacen todo tipo de prácticas que podrían parecer salidas de un manual de esoterismo. Pero no va por ahí la cosa.
Mientras que las góndolas de vino en Escandinavia o Estados Unidos ofrecen tramos enteros sobre vinos biodinámicos y orgánicos, o en las ferias de vino como Vinexpo emergen espacios dedicados a la producción de vinos en esa línea, la tendencia en nuestro país es chica pero sólida. A la fecha, de hecho, hay desde un sello que intenta certificar la calidad –llamado singularmente SNOB, Sociedad argentina de vinos Naturales, Orgánicos y Biodinámicos–, a un grupo de productores nucleados en torno a la movida que aún busca nombre propio.
¿Pero qué son los vinos orgánicos y los biodinámicos? ¿Qué los diferencia?
Más que una certificación
Esta semana en Mendoza se dictó un seminario sobre vinos Orgánicos, Biodinámicos y Naturales, de cara a la visita de un grupo de Master Sommelier a nuestro país, organizada por Wines of Argentina. En la charla quedaron claras algunas cosas. La más importante: que la voluntad por hacer vinos conscientes respecto al medio ambiente es una necesidad a largo plazo, así como la de ofrecer mejores vinos.
De modo que, mientras que unos productores afirman que certificación de sus productos es un camino necesario –ya sea por Letis o Argencert para orgánicos, o Démeter en biodinámicos–, otros van por la suya descreyendo de la necesidad de estar bajo un paraguas que los legitime. La discusión no es ajena al resto del mundo. Lo importante, dijeron los panelistas, es la convicción con la que se trabaja.
¿Qué es un vino orgánico?
En el proceso de realizar un vino consciente respecto a su impacto en el medio ambiente, los orgánicos forman el primer paso para diferenciarse de la agricultura convencional. Son, por ejemplo, aquellos vinos que provienen de uvas cultivadas sin el empleo de productos de síntesis, entre otras cosas.
Hoy argentina cuenta con unas 6240 hectáreas de viñas orgánicas, con las que se producen unos 7,7 millones de litros de vino, según los panelistas. No es poco, aunque lejos de el campeón de los viñedos orgánicos, España, con unas 106 mil hectáreas en 2016.
En nuestro país, para probar ricos vinos orgánicos, conviene apuntar a Escorihuela Gascón Organic Vineyard (2017, $650), Ayni Malbec (2017, $850) Altos Las Hormigas Luján de Cuyo Appeletion (2017, $560), , Argento Single Vineyard Malbec Orgánico (2015, S/D) y Domaine Bousquet Reserve Cabernet Sauvignon (2017, $389). Hay más, desde ya; esto son los que me gustan.
¿Quiénes entierran cuernos?
Los productores biodinámicos, por su parte, van más allá. Primero se certifican como orgánicos y luego emprenden un camino que tiene diversas interpretaciones. Están los que se guían por un calendario astral para sus prácticas agrícolas y quiénes, de forma más pragmática, se enfocan en el principio elemental de la biodinamia: que la finca es una unidad en sí misma y que no puede recibir ningún aporte por fuera de sus propios límites, buscando una identidad única y, más importante aún, potenciar su ecosistema y sustentabilidad.
Comparar los primeros con lo segundos es como comparar hippies con ecologistas. Pero la idea potente de la biodinamia, particularmente en el vino, es potenciar la identidad de la finca y sus productos. Ni más ni menos que el terroir. Por lo que, por ejemplo, compostan estiércol de animales herbívoros y usan sus cuernos enterrados con cuarzo molido para conseguir sus preparados homeopáticos, que luego esparcen en el viñedo para mejorar la fertilidad o apuntalar tal o cual virtud para generar un equilibrio virtuoso. Todo eso, sin emplear productos de síntesis, claro. Y lo más importante: desde los cuernos a las hierbas, todo proviene del terreno de la finca.
Así, en nuestro país, hay unas 285 hectáreas certificadas. Y si bien el número es relativamente estable, el ruido de los productores crece.
Todo este esoterismo se presta al chiste fácil. Sin embargo, cuando uno ve a productores como Krontiras, Alpamanta, nuevamente Chakana, Ernesto Catena y su bodega Estela Crinita, Kaiken o incluso Trapiche trabajar sus fincas o parcelas de esta manera, se pregunta si es que algo no habrán descubierto sobre la vida que uno haya dejado pasar. Para descubrirlo, algunos de vinos funcionan mejor que otros: desde los jugosos el Estela Crinita Cabernet Franc (2017, 605) , el Nuna Vineyard Malbec (2017, $310) o esa joyita llamada Krontiras Malbec Natural (2018, $300), a uno le queda la sensación de que algo hay. ¿Más? Alpamanta Breva Syrah Rosé (2018, $800) o Cecchin Graciana (2018, $280) difíciles de conseguir, pero necesarios.
¿Y los vinos naturales? Esos son otro cantar de muy difícil definición. La forma más fácil de explicarlos es decir que son los que tienen la menor intervención posible en la bodega. Todos estos últimos también entran en el grupo.
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