Chic conurbano
Gustos populares y de las calles que devienen clásicos
La elegancia fue, en su momento de esplendor burgués, el indispensable código de acceso a los salones mundanos donde se cocinaban maniobras políticas y financieras, convenios nupciales y extraconyugales, notoriedades artísticas y científicas y los ascensos y caídas de la competición social.
Mientras que el chic −atributo estético subordinado solamente a la agudeza propia y a un cierto talento físico de la persona que lo posee, pero no a su estatus− florece por su lado, en cualquier momento y lugar, ubicuo, suelto, universal. Lo cruzamos en casas de té, pero también en el bar de la esquina, en un museo como en una milonga, siempre vigente en el embrollo del presente, porque además de ser una clave de estilo tiene calle. Y como sabemos, la imaginación y los hallazgos de la calle han sido el motor que impulsó a la moda en los últimos sesenta años.
Entendemos por calle todo lo que existe más allá del el mundo del vestido institucionalizado, es decir del circuito de la moda comercial establecida, con sus marcas reconocidas: todo el entramado de pequeñas tiendas, y en tiempo de sitios de comercio electrónico, de showrooms y ferias y emprendimientos artesanales de creación y producción, también las múltiples expresiones personales de identidad indumentaria, y, last but not least, los estilos de ruptura que han distinguido a las movidas de jóvenes acomunadas por gustos, predilecciones, disensos, devociones, y aspiraciones artísticas y sociales, y a menudo todo ello a la vez.
De esas fuentes heteróclitas y vistosas fluye el repertorio de imágenes que a falta de un término más ajustado seguimos llamando moda –yo propongo cultura del vestir−. Álbum vivo, inacabable, que cuenta nuestra historia común y alimenta desde hace décadas a todas las categorías de la industria, incluida, allí arriba, la mismísima haute couture.
Las crónicas oficiales de la moda oficial registran como apropiación inicial la colección de alta costura que en 1960 costó a Yves Saint Laurent su puesto de director artístico de la maison Christian Dior, heredado apenas dos años antes. Ampliamente inspirado por la estética beatnik, el diseñador de 24 años retomó sus señales más evidentes según los parámetros del lujo y la impecabilidad. El intento tuvo resultados discutibles, tal la campera de motociclista en cocodrilo negro con cuello y puños de visón, que molestaron a la clientela y la prensa elitista y no alteraron la historia del traje. No obstante ese faux pas inicial, posteriores innovaciones del mismo YSL según el mismo principio, también tomadas de la moda de calle, fueron años más tarde muy bien acogidas.
Es cierto que entretanto, ya en los años 70, figuras emergentes de la moda joven subían a su vez a sus pasarelas versiones de lo que se veía en los sitios con onda y las discotecas, como la primera ola vintage con su culto de los 30 y los 40, y un cierto pop entre kitsch y naïf, y, poco después, definitivos, los equipamientos deportivos combinados con accesorios imprevistos y seductores, llevados tanto de día como de noche, tendencia décontractée surgida de los suburbios, hoy devenida clásico de clásicos.
De allí vino la idea de estilo que hoy nos rige, en la que la inventiva y el desparpajo equilibran la fascinación por el brillo. Como veterano parisino trasplantado hoy a nuestro conurbano, soy testigo a diario del encanto vital de ese chic popular.