Adiós al amigo Sergio Vieira de Mello
Nos conocimos hace ya unos cuantos años. Desde entonces, nuestras vidas se reencontraron en distintos lugares y en muy variados escenarios. Siempre con la impronta de un nuevo desafío. Si algo caracterizó la trayectoria de Sergio Vieira de Mello fue precisamente su perpetuo dinamismo. Antes de completar una misión, de las tantas que le fueron encomendadas, ya ponía en marcha la siguiente.
Apenas ocho meses después de haber sido designado alto comisionado para Derechos Humanos, fue requerido por el secretario general de las Naciones Unidas para que, transitoriamente, lo representara en Bagdad, uno de los lugares más candentes y riesgosos del planeta. Me constan sus fundadas reticencias. Sospecho que el argumento que lo empujó a aceptar tamaño desafío fue que sólo alguien como él, que tenía tanta experiencia en el terreno y gozaba de gran reconocimiento internacional y de la confianza de los distintos actores, podía contribuir a frenar el desprestigio que la guerra de Irak había acarreado a las Naciones Unidas y reiniciar una lenta recomposición.
En mayo de 2002, Sergio Vieira de Mello venía de protagonizar la histórica experiencia de reconstruir un país de las cenizas, del brazo de la ONU: la peculiar y estratégica isla de Timor Oriental. En 1999, luego de un plebiscito favorable a la independencia, las tropas de Indonesia -que ocupaban la isla desde 1974- se retiraron, poniendo en práctica la estrategia de la tierra arrasada: destruyeron e incendiaron el 94 por ciento del patrimonio habitacional de la isla y provocaron sucesivas masacres, calificadas por las Naciones Unidas como crímenes de lesa humanidad.
Allí llegó Sergio, para restablecer la paz y construir desde los escombros un país desgarrado por la pérdida de más de 200 mil personas en 25 años de ocupación.
En dos años de transición y en forma inédita para la ONU, Sergio Vieira de Mello lideró un gobierno de reconstrucción nacional integrado en gran medida por personalidades timorenses. Se consolidó la paz, se adoptó una primera Constitución, se establecieron instituciones de Estado y, finalmente, la comunidad internacional reconoció la independencia.
La exitosa experiencia de Timor no desdibujó la huella de las anteriores proezas de su ya legendaria trayectoria. En el ámbito internacional, todos recuerdan su destreza en las negociaciones multilaterales, así como su compromiso y su inagotable entrega para resolver los más graves desafíos humanitarios. Tal fue el caso de su actuación en el contexto del trágico conflicto que se desató en la Región de los Grandes Lagos, al este del continente africano, como también durante la prolongada guerra en la antigua Yugoslavia, especialmente en Bosnia y Herzegovina. Tuvo también a su cargo las complejas operaciones de socorro a miles y miles de refugiados vietnamitas, laosianos y camboyanos que huían del terror en frágiles y sobrecargadas balsas sacudidas por los violentos mares del sudeste asiático. Todos valoraban, además, su desempeño en el contexto de las administraciones transitorias de las Naciones Unidas en Camboya (1991) y en Kosovo (1999), sin omitir su experiencia juvenil en Sudán, en Mozambique y en otros lugares de conflicto. La labor desarrollada por la Fuerza Interina de la ONU en el Líbano, de la cual fue asesor en cuestiones políticas de 1981 a 1983, le valieron a la ONU su primer Premio Nobel de la Paz.
Esperanza latinoamericana
Creo no equivocarme si digo que Sergio Vieira de Mello era el funcionario de las Naciones Unidas que había desarrollado la trayectoria más exitosa y destacada, y muchos alentábamos en forma pública la esperanza de que fuese él quien sucediera a Kofi Annan, permitiendo así a nuestra región recuperar la titularidad de la Secretaría General de las Naciones Unidas. Con su muerte, América latina pierde a uno de sus principales exponentes y el mundo se priva de uno de sus más prolijos constructores de la paz.
Pero, más allá de su desempeño y valentía, lo impactante de Sergio eran su inteligencia y la calidez de su refinado trato personal, que se sumaban a su fuerza vital y prestancia física.
Los últimos contactos directos e indirectos que mantuvimos, ya con él en Bagdad, mostraban su intacta vocación de lucha y su apego a los valores e ideales de las Naciones Unidas. Con toda lucidez, reclamaba una mayor participación de América latina para descontaminar la preeminencia unilateral del conflicto, y frenar así una creciente escalada de violencia que, con el transcurso de los días, habría de confirmar su rumbo inexorable.
Por haber vivido situaciones similares, mi mayor inquietud surgió cuando el 14 de agosto último el Consejo de Seguridad aprobó la Resolución 1500 (2003), y ello, más que por su contenido, por la forma en que fue presentada. Los comentarios sobre los alcances de la Resolución 1500 no surgieron, en forma mayoritaria, de los más altos responsables de la ONU, sino de los más destacados funcionarios, diplomáticos y políticos de los principales protagonistas del conflicto. Tampoco trascendió mucho el comentario de los países que apoyan la resolución pero que en su momento se habían opuesto a ella.
Muchos tenemos clara conciencia del riesgo que siempre representa el desfase entre la explotación política de la acción diplomática y la realidad enfrentada por el personal internacional en el terreno.
Aún recuerdo la mirada helada del general Cedras en aquellas jornadas dramáticas de 1993 en Puerto Príncipe, cuando al ver por televisión la forma exultante en que los diplomáticos acreditados en Nueva York festejaban que el Consejo de Seguridad hubiera aprobado el embargo de armas y petróleo al régimen de Haití, me dijo: "¡Despouy, nuestra charla ha terminado!" Para añadir, sin sutileza alguna: "No se olvide que entre esta fortaleza y su hotel hay cuatro kilómetros de camino de cornisa... y mientras los embajadores festejan con champagne, usted ni siquiera dispone de custodia".
Siempre nos entusiasmó trabajar juntos y, sobre todo, madurar juntos algunas decisiones de importancia. En enero de 2002 nos encontramos en Dilli, adonde yo había sido invitado en mi calidad de presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Y fue allí donde Sergio me adelantó su decisión de aceptar el cargo de alto comisionado de las Naciones Unidas para Derechos Humanos. A principios de este año solicitó mi colaboración para ofrecer una presencia constructiva de las Naciones Unidas en Venezuela, e incluso informó a nuestra Cancillería que era deseo de Kofi Annan nombrarme su representante para las cuestiones de ese país. Mis funciones actuales me impedían asumir una tarea de semejante envergadura.
El recuerdo vivo
Deliberadamente, no me refiero al horror que estigmatizó el atentado, ni a los sombríos vaticinios que el hecho dibuja para el futuro de la ONU. Los que nos opusimos a la guerra sabíamos entonces y sabemos ahora que ella es el prólogo de momentos aún más dramáticos y violentos para la humanidad. Prefiero mantener intacto el recuerdo de Sergio, su vivacidad, su alegría, su enérgico entusiasmo y su sentido romántico de la vida.
Hace algunos meses, aquí en Buenos Aires, adonde había venido de visita con su compañera argentina, Carolina Larriera, me dijo: "Yo pasé parte de mi primera infancia en esta ciudad. Mi padre era diplomático. Aún recuerdo mi pequeño triciclo, los patios de Buenos Aires, su luz intensa y diáfana. Quiza no sea casual que la brújula de mis afectos haya encontrado en los ojos celestes de Carolina el espejo de este cielo".