Adiós, Mr. Vértigo
Lo miro, pobre: 50 años y la vida se ha apagado para él. Tiene ese andar soñoliento, cierto modo de llevarse a sí mismo con desgana, apegado a una rutina sentimental sin sorpresas, como si durante el último medio siglo la vida lo hubiese apaleado sin pausa. "Estás tremendo hoy", le digo apenas terminamos el partido de tenis en el que fue apenas una sombra de sí mismo. "No tengo ganas de jugar, no tengo ganas de nada", dice sin ganas la sombra. Lo invito con una Stella Artois con la esperanza de que le devuelva el alma al cuerpo.
Dos horas después, me dirá que está íntimamente quebrado. "Leé esto", me pide con ojos de Bulldog cansado, y me tiende una vieja revista dominical española que lleva en el bolso desde hace mucho tiempo. Lo que leo es un texto en el que Rosa Montero retrata el mapa emocional de los hombres que van camino de los 50 años, ese momento en que la vitalidad no sólo comienza a atenuarse en el cuerpo sino a declinar en nuestras mentes, y en el que nos asalta la certeza de que ya nada será como antes: ni la curiosidad que nos despierta la vida, ni la voluntad para aprender cosas nuevas, ni el coraje para experimentar y arriesgarnos a emociones desconocidas. Ese momento en que el futuro comienza a aparecernos por detrás. "Vamos, que hay cosas peores", le digo con un débil arresto de humor. "Sin ir más lejos, los 60." Me manda a cagar, qué menos. Para un hombre como él, un hombre de cierto éxito profesional que desde hace mucho tiempo disfruta de una familia estable, sentir que la vida es apenas una meseta y no ya la pendiente que debe escalar para hacer cumbre es una mala noticia.
Adiós, adrenalina; adiós, Mr. Vértigo.
Rosa Montero dice que no se trata sólo de hacer ejercicios para mantener en forma el cuerpo. Dice que hay que practicar la gimnasia del pensamiento, que debemos entrenar la curiosidad y las emociones. Pero tanta ejercitación puede tener efectos secundarios indeseados. Algunos hombres escapan de esa abulia energizándose con una muchacha de 20 años, un cuerpo cimbreante que pueda ponerlos de nuevo en carrera. Pero cuidado: hay que estar a la altura de ese verdadero Himalaya, y no todos los hombres de 50 años de este mundo están dispuestos a confiar la potencia de su masculinidad a los efectos químicos que nos regaló la ciencia. Para esos hombres existe la dignidad.
"No seas turro", dice la sombra cuando estamos ya sentados a la mesa, dispuestos a desquitarnos de las penas de esta vida con un buen cordero. Una mueca parecida a la sonrisa lo aparta un segundo de la amargura. "Voy a terminar como el personaje de Lolita", alude al profesor Humbert Humbert, el protagonista de la novela de Nabokov que se enamora obsesivamente de su hijastra. Trozo la carne dócil y perfumada, e insisto en que todo puede ser siempre peor: "Acordate del personaje de Una vez en la vida. El tipo termina enamorándose de la novia de su hijo".
Nos reímos. Le pregunto al viejo estudiante de filosofía devenido analista de marketing si puede desmenuzar los motivos más íntimos de su desaliento. ¿Angustia por el sinsentido de la vida? ¿Temor a la muerte? ¿Falta de fe en una vida trascendente? Cenamos en El Viejo Norton, cerca de la estación de Vicente López, un bolichito sin muchas más aspiraciones que comer bien y charlar mejor. Arriesgo entonces que la vida tendrá algún sentido mientras existan patas de cordero como la que nos estamos devorando.
"Hay algo de reloj biológico que se ralenta", me interrumpe. "Hay algo de energía que se pierde en el camino, y sobre todo hay muchas cosas que sencillamente no comprendo. Está la sensación de que llegué a alguna parte. Tengo una carrera, una familia, unos cuantos placeres, incluido el de una vida sexual más o menos plena sin Viagra. Más o menos plena, no te asustes", la ironía le devuelve cierta luz en el rostro. Pero, tras la pausa, se oscurece abruptamente: "Y entonces me pregunto ¿ahora qué?".
Ahora sirvo un Catena Zapata. Reencontrarse con el deseo, ésa es mi respuesta. "Joder", espadea el muy hijo de puta. "Seguro que antes del tenis fuiste a análisis o leíste algún librito de Bucay." Cito entonces a Rosa Montero: no hay un desafío mayor, un reto más aventurero, que el de seguir estando enteramente vivo día tras día.
La pata de cordero y el Catena le dan la razón.