Afganistán es y no es Vietnam
Cuando en marzo de 2003 Estados Unidos lanzó su invasión de Irak, la guerra en Afganistán parecía ganada. Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Washington y sus aliados habían embestido contra el régimen de los talibanes. Debido a que éstos habían transformado su país en la base operativa de Al-Qaeda, las fuerzas de la OTAN tuvieron el respaldo legal del Consejo de Seguridad de la ONU. Muy pronto, la coalición expulsó del poder estatal a la agrupación extremista. Gracias a esa ofensiva, en 2002 Hamid Karzai ya era presidente de Afganistán, título que ratificó en las elecciones de 2004.
Pero pese a las apariencias, las cosas nunca anduvieron bien. Desplazar a los talibanes del poder formal fue fácil debido a la capacidad de fuego estadounidense. Los bombarderos B-52, capaces de aniquilar cualquier concentración de esas fuerzas enemigas, obligaron a los talibanes a abandonar las ciudades. Rápidamente, los norteamericanos pudieron reorganizar el aparato estatal afgano, con nueva constitución y todo.
Desde su patológico optimismo, la administración de George W. Bush creyó que Estados Unidos estaba preparado para nuevos frentes de combate, como el que abrió en Irak. No comprendió que, en el terreno afgano, no controla el país quien se apodera de las ciudades, sino quien predomina en las áreas rurales.
Los datos duros son elocuentes. Según las cifras aportadas por la prestigiosa e influyente Brookings Institution, en mayo de 2003 había 14.000 efectivos occidentales en Afganistán. Eran los tiempos del triunfalismo. Pero dos años más tarde esta cifra ascendía a 27.000, en mayo de 2007 llegaba a 51.000 y dos años después alcanzaba los 75.000. Hacia agosto de 2009, el total ya sumaba 102.000. Finalmente, el 1º de diciembre, el presidente de los Estados Unidos comprometió 30.000 más y espera, por lo menos, 7000 adicionales de parte de sus aliados. Así, muy pronto las tropas occidentales habrán trepado a casi 140.000.
Esta espiral refleja los contratiempos sufridos por la coalición. Aunque Obama promete comenzar la retirada en 2011, la victoria frente a los talibanes no está a la vista.
Al-Qaeda es otra cosa y es lo que verdaderamente importa. Su núcleo central, que es el único de sus diversos nodos capaz de llevar a cabo ataques transnacionales, parece casi desmantelado. Abandonó las ciudades junto con los talibanes, pero a diferencia de éstos, sus miembros no son afganos. Por eso, carece del consenso del que disfrutan aquéllos en zonas rurales.
Es cierto que la organización terrorista logró refugiarse en el noroeste de Pakistán, donde tanto ella como los talibanes gozan de la complicidad y de las simpatías de las tribus. Pero ha sufrido muchas bajas irreemplazables porque, para evitar infiltraciones que podrían resultarle mortales, ha interrumpido el reclutamiento. Bastaría con un espía enemigo ubicado en una posición clave para desencadenar el ataque occidental que termine de aniquilarla.
En este sentido, el predicamento de Al-Qaeda es el opuesto del de los talibanes: el factor inteligencia juega en contra de la primera, pero a favor de los segundos. El arraigo rural de los talibanes implica que la mayoría de las tribus de ambos lados de la frontera afgano-paquistaní o bien son sus aliadas o no quieren correr el riesgo de ser sus enemigas. Esto significa que es altísima la capacidad de infiltración talibana en las fuerzas de seguridad afganas reorganizadas con apoyo norteamericano.
Según la Brookings Institution, éstas totalizaban 175.000 efectivos en agosto de 2009. Pero anidan en ellas saboteadores y espías. Toda operación conjunta con las fuerzas extranjeras es conocida con anticipación por los talibanes. Además, mil ojos observan los movimientos de los occidentales en todo momento. Como en la guerra de Vietnam, las guerrillas talibanas saben cuándo pueden salir gananciosas de un golpe, y son ellas quienes suelen elegir el lugar y la hora de un enfrentamiento.
Las fuerzas de Estados Unidos y sus aliados son infinitamente más poderosas, pero carecen de una inteligencia comparable. Se asemejan a un Goliat ciego rodeado de enemigos liliputienses que evitan sus zarpazos y pegan al menor descuido.
Las analogías con Vietnam son preocupantes. Quizá sea por eso que, en su discurso de West Point del 1º de diciembre, Obama dedicó un buen párrafo a puntualizar algunas diferencias. La principal de éstas es la legitimidad de la guerra presente. Vietnam no había atacado Estados Unidos, como lo hizo Al-Qaeda, con la colaboración de los talibanes afganos. Por eso, en 2001 el voto del Senado norteamericano a favor de la intervención en Afganistán fue de 98 a 0 y el de la Cámara de Representantes, de 420 a 1. Si sumamos el aval del Consejo de Seguridad, el contraste entre la guerra actual y la de Vietnam es fuerte.
Pero las similitudes son dramáticas a la hora de evaluar las posibilidades de victoria. En realidad, la guerra de Afganistán es aún más difícil que la de Vietnam. La insurgencia talibana tiene todas las ventajas de las que disfrutó su equivalente vietnamita, a la vez que los norteamericanos están mucho más encorsetados que entonces.
Por cierto, en Estados Unidos el servicio militar obligatorio fue abolido en 1973, en el momento mismo en que llegó a su fin su involucramiento militar directo en Vietnam. Hoy Washington no podría desplegar los 553.000 efectivos que tuvo allí en 1968, sólo para perder. Mucho menos podría soportar la muerte de 58.159 soldados propios. Ya suficientes dificultades políticas internas tiene con las 885 muertes norteamericanas registradas hasta noviembre "en Afganistán y sus cercanías". Esta curiosa fórmula oficial incluye bajas producidas en Pakistán y en Uzbekistán.
La cuestión paquistaní hace las cosas aún más peligrosas. En su discurso, Obama se refirió abundantemente a ese país, describiendo problemas, encomiando esfuerzos y exhortando a una mayor cooperación. "Actuamos con total reconocimiento de que nuestro éxito está inextricablemente vinculado a nuestra sociedad con Pakistán", reconoció el presidente, a la vez que advirtió: "No podemos tolerar un refugio para terroristas cuya ubicación es conocida y cuyas intenciones son claras".
Por otra parte, en este embrollo el diablo mete la cola a través de la corrupción, otro tema que apareció varias veces en el discurso presidencial. Obama se pronunció pendularmente, al aprobar algunas acciones del gobierno afgano, pero advirtió: "Apoyaremos aquellos ministerios (?) que combaten la corrupción (?). Esperamos que los inefectivos o corruptos deban dar cuenta de sus actos".
La virtual acusación es comprensible. Según el índice de Transparency International, Afganistán es el quinto país más corrupto entre los ciento ochenta que mide. Todo se puede comprar y vender.
Por eso The New York Times afirmó, en su edición del 2 de diciembre, que Obama no confía en el gobierno del presidente Karzai, cuyos incumplimientos preocupan. Entre otras lindezas, según la Brookings Institution, la producción anual de opio aumentó de 3400 toneladas métricas en 2003, a 7700 en 2009. La participación afgana en el total de la producción mundial creció en esos años del 75 al 93 por ciento. Y según el 2007 World Drug Report de las Naciones Unidas, Afganistán es también el principal proveedor mundial de heroína, un derivado del opio.
Otra vez en este plano, hay un paralelo con Vietnam, pero el caso afgano es aún más grave. Sus guerrilleros están muy bien financiados
En estas circunstancias, es evidente que intentar transformar a Afganistán en una democracia es una quimera. Afortunadamente, el gobierno de Obama está consciente de esa limitación. Por eso es que promete comenzar a retirarse en 2011. El único sentido de aumentar la presencia militar occidental en Afganistán es hacer retroceder a los talibanes para terminar de destruir a Al-Qaeda.
Tal como aprendiera Bush tardíamente, también en geopolítica las utopías son autodestructivas.