Alemania: las cinco incógnitas
Por Ralf Dahrendorf Para LA NACION
LONDRES
Pasado mañana, en Alemania, habrá unas elecciones que encierran, por lo menos, cinco incógnitas. Si fuera una ecuación, sería insoluble. Por suerte, la política y las matemáticas son dos cosas distintas aunque, por desgracia, esto significa que en aquélla no hay soluciones claras. En verdad, el caso alemán es particularmente perturbador, aun dentro de la nebulosa política contemporánea.
La primera incógnita es por qué hay elecciones. El canciller Gerhard Schröder tenía por delante quince meses antes de que terminara el plazo electoral y si bien su mayoría parlamentaria era exigua, parecía movilizarla con facilidad.
Los grandes problemas que el presidente federal enumeró al disolver el Bundestag (Parlamento Federal) son bien reales. La posición fiscal es inaceptable para las pautas alemanas. Los niveles actuales de la deuda pública transgreden el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea y constituyen una carga para las generaciones futuras. Las tendencias demográficas, por sí solas, requieren reformas importantes en la política social. Además, las instituciones del sistema federal no permiten tomar decisiones rápidas o claras.
Nada de esto es una novedad, ni será modificado por unas elecciones. De ahí que muchos se pregunten por qué van a las urnas.
La segunda incógnita es en qué discrepan exactamente los principales competidores. Los socialdemócratas y los democristianos están comprometidos con la UE, la OTAN, la "economía social de mercado", los dogmas de la administración económica corporativista y el mantenimiento de las asignaciones propias de un Estado benefactor.
Por cierto, la campaña electoral ha sacado a luz matices que podrían resultar importantes. El Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), dirigido por Schröder, usa la palabra "social" con un poco más de énfasis que en los últimos siete años. En la oposición, Angela Merkel ha vinculado el programa de su partido, la Unión Democristiana de Alemania (CDU), con las ideas ambiciosas de alguien ajeno a él: Paul Kirchhof, ex juez de la Corte Constitucional, quien busca una simplificación drástica del sistema impositivo.
En cuestiones internacionales, Merkel es más escéptica que Schröder respecto a una UE expandida y, en especial, a la inclusión de Turquía. Oriunda de Alemania oriental, también es más prudente en su enfoque de Rusia. Pero estas no son diferencias fundamentales, sino de matiz.
La tercera incógnita es el desempeño del Partido de Izquierda, una nueva formación situada a la izquierda del SPD y basada en el Partido del Socialismo Democrático (PDS), o sea, en los ex comunistas de la ex Alemania oriental, más una cantidad significativa de socialdemócratas occidentales disidentes que se proclaman defensores del Estado benefactor.
El Partido de Izquierda está encabezado por dos políticos mediáticos: Gregor Gysi, ex líder del PDS, y Oskar Lafontaine, ex líder del SPD. Tienen poco en común, salvo una foja de fracasos políticos y talento para la oratoria populista. Pero, evidentemente, esto atrae a quienes se sienten abandonados y olvidados. Es muy posible que el voto popular por este partido, que podría llegar al 10 por ciento, determine qué clase de coalición se formará después de las elecciones.
La cuarta incógnita es, por tanto, qué hará realmente el próximo gobierno. Sin duda, no incluirá al nuevo Partido de Izquierda. Tampoco a los Verdes, que mantienen una clientela fiel, aunque limitada, pero al que hoy muchos consideran un lujo que Alemania ya no se puede permitir. Quedan, pues, dos posibilidades. Una coalición de la CDU, su hermana bávara, la Unión Social Cristiana (CSU), y los liberales del Partido Democrático Libre (FDP). O bien, una gran coalición SPD-CDU.
La mayoría de los alemanes quieren la segunda; lo más probable es que tengan la primera. Al mismo tiempo –y, probablemente, con razón– dudan de que exista una diferencia entre ellas. Hay un deseo general de cambio, incluso de un cambio de gobierno, pero también se ha generalizado la creencia de que no ocurrirá nada trascendental.
Esto subraya la última, y la más profunda, incógnita electoral. ¿Quién reencauzará a una Alemania confundida y desorientada por un camino que la lleve hacia la iniciativa y el crecimiento? ¿Quién logrará que Alemania vuelva a ser un motor de Europa, en vez de una pasajera melancólica?
De hecho, sabemos con bastante claridad qué necesita Alemania. Necesita aceptar que la globalización es, por sobre todo, una oportunidad que debe ser aprovechada por las personas innovadoras, emprendedoras y seguras de sí mismas. Los alemanes necesitan comprender –como lo hicieron, y tan bien, después de 1945– que, como ciudadanos, su futuro está en sus manos y no en el poder de un Estado remoto.
Por encima de todo, Alemania debe reconocer que los cambios que necesita son mejoramientos que garanticen su seguridad futura. Lo que más falta le hace es, quizás, una pizca de las políticas de Margaret Thatcher en los 80, combinada con la retórica actual de Tony Blair. Pero queda por verse si alguien se lo propondrá o cuándo.
© Project Syndicate/Institute for Human Sciences y LA NACION.
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)