Algo de luz a izquierda y derecha
ROSARIO
Cuando enseñábamos en la Facultad de Derecho, solíamos decir a nuestros alumnos que todo estudiante de abogacía era un prófugo de las matemáticas que terminaba cautivo. Huía de la precisión de los números pero caía, forzosamente, en una trampa que el mundo jurídico siempre tiene abierta: el rigor de su terminología. En los códigos, en las normas legales, no se puede vivir en los arrabales de la precisión. Ellos también tienen su "matemática", y esa matemática indica que no es lo mismo "derecho" que "garantía", "robo" que "hurto", "violación" que "estupro". Ese rigor hace a la esencia del derecho, porque el derecho -todo derecho- es un intento de amparo, de protección. Los términos vagos, imprecisos, brumosos, pueden servir a la poesía, pero no al mundo jurídico, supo decir, admirablemente, Sebastián Soler. Por otra parte, la confusión idiomática es una malla abierta en el cuerpo del derecho por la cual se cuela la arbitrariedad.
Pero la necesidad de ser claros, de tener que manejar términos con la mayor certeza posible, no es sólo un imperativo categórico del mundo legal, sino una necesidad imperiosa y un presupuesto necesario para una vida social sana. Es lo que nos está faltando a nosotros, los argentinos, desde hace mucho tiempo. Entre las manifestaciones de nuestra enfermedad política, que es la más visible, la imprecisión en el lenguaje no es el mal menor. El problema, desde luego, no es gramatical. No se trata de preocupaciones lingüísticas, sino de angustias y errores colectivos, que nuestra sociedad padece y que le impiden la rehabilitación necesaria.
Las abuelas solían decir que hay cosas que se ponen, escandalosamente, de moda. Porque todos las usan, las dicen o las sostienen y, sin embargo, son un escándalo porque configuran una rebelión contra la razón o la lógica de la realidad. Pese al absurdo, estas verdades huecas tienen una pavorosa vigencia. El común -pero no el común de la calle o de la multitud, sino la mayoría de los comentaristas, analistas o periodistas-, que, por razones obvias de oficio, debería tener nociones claras, generaliza de una manera irresponsable sobre izquierdas y derechas. Reparten la calificación sin miramientos. Cualquiera es de derecha y cualquiera es de izquierda. A fuerza de reiterar estas denominaciones, nada queda en claro. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial -y por consecuencia de la inmensa subversión de las palabras que había hecho el nazismo (recordemos que la radio oficial alemana de esa época reiteraba constantemente: "Alemania, defensora de la cultura occidental")- Bertrand Russell, el admirable filósofo inglés, publicó un libro, resumen conceptual de toda su obra, que se llamó Diccionario del hombre contemporáneo. Allí intentó clarificar conceptos e ideas. Es decir, apisonar un terreno firme sobre el cual se pudiera volver a reedificar lo humano.
Desde la originaria ubicación de las butacas en el recinto de la Asamblea francesa hasta hace no demasiado tiempo, la izquierda sirvió y significó un repertorio de ideas. En el inicio, fue estar en contra de la monarquía absoluta, en contra de los poderes caprichosos e ilimitados de los reyes. Ser de izquierda significó, después, oponerse al poder político sin control, al abuso, a la discrecionalidad arbitraria, al privilegio irritante, a la desigualdad injusta, a los dogmas paralizantes.
Por eso -cada uno en su época y algunos al mismo tiempo-, fueron de izquierda los republicanos, los racionalistas, los liberales, los librepensadores, los socialistas, los anarquistas libertarios. De derecha, y por contraposición, fueron los partidarios de la monarquía, de los gobiernos establecidos, de las iglesias mayoritarias, los conservadores. Pero tanto la izquierda como la derecha apelaban y se atenían a métodos que tenían que ver con la legalidad. Las excepciones, que las hubo, como en gramática, confirmaban la regla. La cosa se complicó con la primera posguerra. Junto con los denominados "años locos" vinieron la confusión y la imprecisión. Entre las dos guerras se rompieron las brújulas indicadoras. Aparecieron las figuras híbridas -cabeza de león, piel de cordero, garras de águila-, como en la mitología griega. Sólo que aquí las Quimeras tenían forma humana. Ejercían el poder político en forma despótica y privilegiada, pero hablaban como redentores de la raza oprimida. Con el advenimiento de la sociedad de masas, desaparecieron los tiranos clásicos, déspotas solitarios aislados de la sociedad. Lenin, Stalin, Mussolini, Hitler, Mao, tuvieron el acompañamiento fervoroso de millones. Mussolini y Hitler llegaron al gobierno por elecciones impecables desde el punto de vista de los mecanismos democráticos y rondaron, en los dos casos, el sesenta por ciento de los sufragios.
En nuestros días, sin compulsa electoral, podemos presumir que Castro vencería en elecciones libres.
Pero tanto el fascismo como el comunismo no tienen nada que ver con la derecha y con la izquierda. El crimen y los sistemas criminales no tienen ideología; tienen metodología. Tienen que ver, en todo caso, con el extremismo o con el delito admirablemente camuflado. Es curioso que en países culturalmente edificados sobre bases cristianas a ninguno de los publicitados "comunicadores sociales" se le ocurra asociar la perversión de la izquierda y la derecha con la perversión que sufrió, en su época, el cristianismo. Al fin y al cabo, la noción de izquierda y de derecha está siendo corrompida desde hace menos de cien años, mientras que el cristianismo fue desnaturalizado por la Inquisición durante casi cuatrocientos años.
Es un intento desesperado, aunque no ocioso, de rescatar a las palabras de su contaminación conceptual. Existe la obligación para todos, pero sobre todo para los sedicentes y a veces sediciosos sociólogos de nuestros días y de nuestro país, de recuperar la lógica. Así como no hubo cristianismo en las hogueras de los autos de fe, tampoco hay izquierda donde los déspotas se eternizan, no existen libertades públicas ni privadas ni defensa mínima de la dignidad humana. Tampoco hay derecha en los regímenes despóticos donde el gobierno de turno todo lo puede y el ciudadano común nada importa.
Hay una gruesa capa de aprovechadores de la confusión. Los intereses creados de estos malabaristas de la verdad levantan cotidianamente polvareda para impedir la claridad. Pero la auténtica izquierda y la auténtica derecha, que todavía subsisten y gozan de buena salud, tienen que ver, como lo tuvieron siempre, con los criterios que se sostienen sobre el ámbito público y el ámbito privado. Sobre si la sociedad puede o no intervenir en ciertos y determinados territorios de nuestra vida personal. El Estado es la piel de la sociedad, o debería serlo. El Estado de derecho, el Estado democrático, está manejado por vicarios que todos elegimos. El equilibrio, que alguna vez tendrá que encontrarse, entre el intervencionismo social y la libertad personal tendrá todo que ver con la imagen de esos puercoespines ateridos de frío que se acercan unos a otros para darse calor y se hieren cruelmente. Se separan para preservarse de las lastimaduras y vuelven a torturarse por la intensidad del frío hasta que encuentran la distancia óptima para la amparadora temperatura recíproca, a salvo del rigor de sus púas. La izquierda y la derecha significaron, y siguen significando, los criterios, los modos, los límites de esa gestión y de esa intervención. No tienen nada que ver con el crimen abyecto, institucionalizado, de todos los sistemas despóticos que la mala fe o la ignorancia califican de izquierda o de derecha.