Algo está fallando en esta ciudad
BUENOS AIRES es la mayor obra de arte de los argentinos, y creo que hasta supera a cualquiera de las obras de Dios en esta tierra. Si tuviera que elegir una cosa nuestra para mostrarle al mundo, antes que glaciares, pampas, Andes o cataratas, yo mostraría Buenos Aires. Y lo hicimos casi todo en poco tiempo: apenas cuatro o cinco generaciones atrás esto era una aldea y no de las grandes. Vale la pena mirar las fotos de Buenos Aires de la década de 1860, que las hay: el único ferrocarril del país, el del Oeste, partía desde donde hoy está el Teatro Colón, y llegaba hasta Floresta; Constitución, Once y Retiro eran enormes estacionamientos de carretas que venían de las pampas con trigos y lanas, del interior con vinos y alguna artesanía, de San Isidro o Flores con frutas y hortalizas. En ciento cincuenta años aquella ciudad modesta, de 100 mil habitantes -algo así como el Río Gallegos de hoy- se transformó en esta enormidad de trece millones que hasta tiene nombres grandilocuentes, como Aglomerado de Gran Buenos Aires o Area Metropolitana de Buenos Aires. No hay países de 40 millones de habitantes que tengan ciudades tan enormes, y muchos países más poblados -los grandes de Europa, por ejemplo- tampoco las tienen.
En esa ciudad maravillosa hace rato que algo está fallando. Una ciudad modesta tiene problemas modestos y requiere soluciones modestas, pero una ciudad enorme las necesita a lo grande. Buenos Aires tiene pequeñas políticas para una gran ciudad, y eso es mirando la parte llena del vaso. Quizás deberíamos empezar por limitar el crecimiento de Buenos Aires. Aunque no es el área que más crece en el país, un buen objetivo de política pública podría ser que todo el crecimiento poblacional que normalmente le tocaría a Buenos Aires entre este censo y el próximo se repartiera en cambio hacia las 33 ciudades que le siguen, cuya población combinada no alcanza a la de la megalópolis del Plata. No es muy difícil. Habría que empezar por desmontar un esquema fiscal que realiza un toma y daca bastante perverso desde el punto de vista demográfico: gasta en subsidiarles servicios públicos a los residentes de la urbe número uno tanto como cobra en retenciones quitadas al agro que rodea a buena parte de esas treinta y tres ciudades que le siguen. Tampoco estaría mal que nuestra generación discutiera, después de ciento treinta años, aquella decisión de sumarle al puerto más obvio del país, rodeado por la zona más fértil del territorio nacional, el honor de ser además de todo eso la sede del gobierno nacional. Dos bendiciones es suerte, tres ya es abuso.
Mientras lidiamos con la macro demográfica, tenemos muchísimo por hacer en la administración de los problemas urbanos, que exceden no sólo la imaginación sino las capacidades efectivas de nuestras autoridades municipales. El transporte es uno entre tantos ejemplos posibles. Hace trece años el Congreso votó una ley para que existiera un ente metropolitano de transporte, coordinando a la Nación, la provincia, la ciudad y los municipios. Hoy nuestra Secretaría de Transporte, luego de alguna administración tristemente célebre, está empezando a estudiar cómo implementar dicha autoridad. Ojalá funcione, no digo a velocidad de Tren Bala pero al menos de locomotora diésel. Entre tanto, las autoridades municipales hacen lo que pueden y sólo lo que pueden: una ciclovía allí, una peatonal allá. No está mal, pero es como una intentar apagar un incendio con una pistolita de agua.
Con un mínimo de imaginación y sentido común, y sin necesidad de inversiones excesivas, se puede hacer bastante, en transporte como en otras áreas. ¿Tiene sentido que una docena de colectivos recorran una misma avenida y se atrasen unos a otros en lugar de un sistema de una línea por avenida, con transbordos gratis por tarjeta magnética -que ya estará disponible- y carriles verdaderamente exclusivos, libres de taxis y otros obstáculos y con semáforos preferenciales, algo así como una red de subtes pero por encima del suelo? ¿Tiene sentido que esté premiado con subsidios el colectivo que tarda 2 horas desde una barriada de Ezeiza hasta el centro pero no lo tenga -y sea visto como el competidor irregular, cuasi mafioso- un transporte más rápido y eficiente como el chárter, que por lo tanto sólo está al alcance de los residentes de Nordelta y de otros habitantes prósperos de los suburbios? ¿Tiene sentido que prometamos túneles que se hacen a cuentagotas pero haya en Coghlan diez cuadras de vía seguidas sin la tecnología más pedestre pero no completamente ineficiente de la barrera?
Como en el transporte, hay otros temas que son casi imposibles de encarar sin algo más que una voluntad de coordinación entre autoridades de la provincia, la ciudad y la Nación. La vivienda es otro ejemplo elemental. Los incentivos políticos tal como están son catastróficos: el intendente que convenza al mundo de que en su municipio no habrá problemas de vivienda los habrá multiplicado en pocos días al incentivar la migración hacia allí. La Nación se ha adueñado de la política de vivienda con el estilo derrochón y arbitrario que siempre la ha caracterizado. Si en pocos meses se pudo implementar la asignación por hijo -supuestamente, una titánica tarea administrativa- para reemplazar a programas en los que era el Estado el que decidía cuánto y dónde comían los pobres, ¿no podemos ampliar el mismo concepto a la vivienda? ¿Tanto puede costar implementar un sistema de subsidio público al crédito privado para la ampliación, compra usada o construcción de vivienda social al que todos los argentinos tengan derecho al menos una vez en la vida? Claro que para eso necesitaríamos una unidad de cuenta indexada a la inflación (y, sí, la verdadera). Seguramente este gobierno no lo pueda hacer; pero el que quiere ser el próximo, ¿lo está proponiendo, lo está pensando? No que yo sepa.
El crecimiento económico es maravilloso, quién lo duda. Bienvenido, y ojalá se quede con nosotros tanto tiempo como el que empezó hace más o menos ciento cincuenta años. Pero librado a sus propias fuerzas, el crecimiento derrama sus frutos de manera arbitraria socialmente y desordenada en el espacio. Las tensiones del crecimiento se ven, más que en ningún otro lado, en la vida de la ciudad. Más prosperidad es más tráfico, más basura, quizá más migración a la ciudad, con las demandas que eso trae sobre vivienda, hospitales y escuelas. Hace bastante tiempo que deberíamos haber empezado a lidiar con estos problemas en la escala que le corresponde a Buenos Aires.
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