Amores para el olvido
En la biblioteca de casa tengo muchos libros sin leer y sin embargo días atrás me fui a comprar uno más y lo empecé, sin importar la cronología, porque una compañera que estimo me lo recomendó y además porque en el título tiene la palabra “poeta” y a mí la poesía me hace bien. O pienso que me tiene que hacer bien. Hace algunos años inventé la teoría de que si consumo más poesía, como si fuera un dulce, si la devoro, voy a provocar una especie de ósmosis entre lo que pasa en las páginas y lo que me pasa a mí y entonces voy a escribir mejor. Voy a absorber algo de Alfonsina Storni o de Louise Glück. A veces también lo intento con la música clásica, por culpa de una amiga a la que le encantan las plantas. Me siento a escribir y escucho a Beethoven o a Mozart para ver si esos arreglos de flores negras y pulposas, casi caníbales, que montan con las notas en piano o violín me dan lo que me falta.
Pero respecto del libro que me recomendaron quedé atrapada también porque no se asemeja en nada a lo que me imaginé cuando escuché el título por primera vez. Y más aún por el último párrafo del primer capítulo: “Santiago es una ciudad lo suficientemente grande y segregada como para que Carla y Gonzalo no se encontraran nunca más, pero una noche, nueve años más tarde, volvieron a verse y es gracias a ese reencuentro que esta historia alcanza la cantidad de páginas necesaria para ser considerada una novela”.
¿Qué tienen de atractivo los noviazgos de la adolescencia que se repiten en la adultez? Esta muchacha y este muchacho, dos de los protagonistas, fueron novios a los 15 y volvieron a serlo mucho después porque se vieron por casualidad. ¿Qué tiene de fascinante volver a vivir eso que por algún motivo terminó?
En varias oportunidades la literatura encuentra en este tema algo que decir. La ficción en cine o televisión también. Y la mayoría de las veces lo hacen con éxito. La gente, toda la gente, atrapada por las dudas de los grandes que se querían desde chicos pero que debieron vivir otras cosas para llegar hasta acá y acá es estar otra vez juntos.
Un análisis bruto de la realidad podría esclarecer la ilusión con barro. Supongamos: a los 17 años uno es lo que puede ser, lo que lo dejan ser, parte de una familia que en la mayoría de los casos marca el rumbo de las costumbres y los pensamientos. Ese mismo uno, veinte años luego, si tuvo suerte, si pudo, armó su camino, se deshizo de aquello que antes le dijeron que tenía que pensar, eligió lo propio y así es otro. Entonces, que una misma persona, que cambió, pueda enamorarse años más tarde de la misma persona de la que se enamoró décadas atrás, que también cambió, parece un truco de magia. Dos mismas personas que no son las mismas pero que se vuelven a enamorar entre sí.
Este libro que compré, Poeta chileno de Alejandro Zambra, hizo que me acuerde de El pasado de Alan Pauls y ese vínculo en mi cabeza, que no sé cuán preciso es, me convenció de que el tema que importa no es el amor sino el tiempo. El que pasó. Volver a ese tiempo. Con aquello que tuvo. Desde el ideal y desde el morbo. Porque es muy morboso el tiempo, el vivido, ese instante que acaba de suceder, recién, hace un segundo, acá mismo, ya, esto, era parte del ahora, de lo que está ocurriendo, pero no es, chau, no regresa, no puede, nunca más, se fue y se va a volver a ir, de nuevo, de ahora en más, hasta la muerte.
No sé a quién escuché decir hace unos años en la radio que no tenemos recuerdos de cuando somos unos bebés porque sentimos una felicidad sin igual en esa época y si supiéramos que pudimos vivir así pero que jamás lo logramos repetir, caeríamos en una depresión irreversible. Y aunque no sé si la teoría está probada, la sentí un poco lógica porque pensé: cuántas veces es mejor olvidar para siempre, cuántas veces es peligroso no hacerlo.