"Animalizados"
A mitad del siglo XIX, en la que sería su obra póstuma, el filósofo alemán Schopenhauer describió la parábola de los erizos que ilustra de manera acabada un rasgo del comportamiento humano. Se trata de que un día helado de invierno los erizos ateridos intentan calentarse y sobrevivir acercándose unos a otros. El punto es que cuando se acercan, se hieren recíprocamente con sus propias púas, lo que hace que parezca imposible la supervivencia: acercándose se hacen daño mutuo, separados se mueren de frío. No obstante perciben -ensayando acercamientos y distancias- que manteniendo una distancia adecuada pueden no sufrir el frío de la manera en que lo padecen por separado y además logran sobrevivir.
Es sencillo ver en la parábola una buena metáfora de las relaciones entre las personas y, particularmente, como ella pone en evidencia una dificultad estructural de nosotros, acentuada hoy: las relaciones con el otro.
No ignoramos que en el plano individual tanto como en el social no nos podemos pensar al margen o por fuera de relaciones con los otros
Nosotros no necesitamos, como los erizos, de un invierno gélido para saber que tenemos que acercarnos al otro, que nuestra vida mejora con su proximidad, que con el otro alcanzamos metas que individualmente no lograríamos; sabemos todo eso pero parece no ser suficiente. No ignoramos que en el plano individual tanto como en el social no nos podemos pensar al margen o por fuera de relaciones con los otros. Sabemos que eso es lo que nos particulariza como humanos, pero también es la fuente de buena parte de nuestras tribulaciones. Hay momentos en que esa dificultad, insisto estructural -es decir esa dificultad inherente a la condición humana- se agudiza por nuestra torpeza, por nuestros temores, por nuestra estupidez y también por nuestra falta de confianza en el otro, semejante, prójimo.
Llegamos aquí a un punto crucial para pensar nuestras posibilidades de desarrollo individual o colectivo: la importancia de la confianza recíproca que se ha convertido en el talón de Aquiles de nuestro tiempo.
Tienta hacer una referencia culturosa sobre la etimología de la palabra confianza, pero vamos a obviarla por que más interesante que su etimología es el hecho de constatar que todas las definiciones y todas las referencias acerca del origen de ella incluyen dos cosas: la idea de la fe, de la certeza, del creer y la de que es algo que se juega entre por lo menos dos. Es decir, fe en algo o en alguien, creer en algo o en alguien, tener certeza de algo o de alguien. Y a tal punto es así que cuando decimos que tenemos confianza en nosotros mismos, es en esos momentos en que hablamos de nosotros mismos como de un otro.
Necesitamos confiar en los otros y en las instituciones que hemos creado para que regulen nuestra vida colectiva, el problema es que no estamos confiando ni en lo uno ni en lo otro
Tempranamente, en rigor desde que nacemos, necesitamos confiar en el mundo. Los humanos necesitamos de un entorno material y emocional de cierta certeza, de mínima previsibilidad, y nos constituimos como personas de manera saludable a medida que constatamos que las cosas que nos rodean - entre ellas el amor de los otros- son estables, permanentes. Por ejemplo, que el lugar en que habito está hoy y mañana y después de mañana, y que el amor de la madre -otro menudo ejemplo- permanece más allá del momento del reto o del enojo.
En el plano de los colectivos humanos sucede algo similar: desde una familia, pasando por un club o una empresa hasta un Estado requieren de la confianza para su crecimiento y su desarrollo. Necesitamos confiar en los otros y en las instituciones que hemos creado para que regulen nuestra vida colectiva, el problema es que no estamos confiando ni en lo uno ni en lo otro. Sólo coincidimos con el otro cuando piensa o siente igual que yo, cualquier diferencia descalifica, las relaciones interpersonales se despliegan en un juego de todo o nada, no hay matices, no hay sutilezas ni puntos intermedios, es blanco o negro, conmigo o contra mí.
¿Cuanto más precisamos para encontrar esa distancia óptima que nos permita superar juntos el frío sin que esto implique clavarnos espinas no siempre metafóricas? A partir del otro visualizado como mi enemigo, ¿qué cosa buena se puede construir? Partiendo de la sospecha o la presunción de que él quiere mi mal, ¿qué camino podemos transitar juntos?
La escucha ha cedido lugar a la función orgánica del oído, que en ese plano es como la de cualquier otro animal
Una de las acepciones que el diccionario de la Real Academia da a la palabra erizo es "persona huraña, áspera o poco afable". Nos hemos convertido en seres huraños, irritables e irritantes, poco tolerantes, escasamente respetuosos, con una facilitación casi somática para confrontar. La escucha ha cedido lugar a la función orgánica del oído, que en ese plano es como la de cualquier otro animal, oyen nuestro gato o nuestro perro. Escuchar es atributo específicamente nuestro, a tal punto que podemos escuchar sin oír, cuando la función orgánica tiene un déficit, pero no estamos pudiendo hacerlo.
Estamos como los erizos en su primer momento, no nos podemos juntar, no podemos encontrarnos. O nos herimos mutuamente o nos replegamos y nos aislamos. Nos hemos animalizado.
Eduardo Corbo Zabatel