Ante una dramática doble caída
Temprano en la mañana, funcionarios nerviosos, con postura corporal rígida y ceño fruncido, anuncian en pocos segundos una medida económica confusa , tomada de apuro, buscando aquietar la presión del mercado informal de divisas, cuya existencia y relevancia habían negado enfáticamente hasta entonces. Cumplida la tarea, huyen de los periodistas, dejando apenas una advertencia cifrada para los culpables de turno. A esa hora, desentendida de los rumores de la política y la economía, la gente se despereza del calor y la tormenta. En la ciudad se respira otro aire, después del bochorno. Si hay luz, pronto se encenderán los televisores, se iluminarán las pantallas de las computadoras y de los teléfonos inteligentes. Regresarán el flujo de información, el tedio del trabajo, las preocupaciones cotidianas. El fin de semana apenas amortiguará la angustia que provocan el dólar y la inflación, nuestros flagelos recurrentes.
Los argentinos, agobiados por el calor , habían respondido a los últimos sondeos manifestando hastío, preocupación y desconfianza. La imagen de las autoridades está en franco descenso y las expectativas sobre la marcha del país se desploman. La mayoría espera un mal 2014 y repudia la política económica. El frenético aumento de los precios, los cortes de luz, la ausencia de liderazgo, los saqueos, el miedo al delito calaron al fin en la sociedad, que le resta apoyo y confianza al Gobierno. En ese marco, la máxima autoridad del país, que optó por el silencio después de acostumbrar a sus súbditos a apariciones diarias, regresó a las pantallas para anunciar un plan social y dar su versión de los hechos.
Cristina Kirchner fue fiel a sí misma en medio del vendaval. No se refirió a las preocupaciones cotidianas de la mayoría. Por el contrario, recordó logros en materia de salarios, disminución de la pobreza, empleo y planes sociales; lanzó un programa bien intencionado para asistir a los jóvenes que no tienen trabajo ni estudian; culpó ritualmente al neoliberalismo de las desgracias sociales; cuestionó a los medios, reivindicó las utopías y afirmó que el pecado es la mentira. En fin: negó toda fragilidad; omitió los errores, las mendacidades y la corrupción de su gobierno; aludió a conspiraciones, hizo responsables de los problemas a poderes solapados, enemigos del interés general; esparció absoluciones y condenas. Se mostró intemporal, sin registro de las angustias públicas. Igual en las dificultades que en la prosperidad.
La actitud presidencial parece un síntoma de debilitamiento. No sólo se desvaloriza la moneda, en paralelo asistimos a una rápida devaluación del poder político y, con ella, a una amenaza cierta de desorganización social. Acaso el exceso de ideología anestesia al Gobierno para percibir esta acechanza. Da la impresión de que el orden social no se encuentra en la caja de herramientas del populismo radicalizado. Quizás esta omisión sea un reflejo setentista. En aquel tiempo, el orden era una mala palabra para los que querían cambiar el mundo.
Aquí un hallazgo paradójico. Tal vez Talcott Parsons, un sociólogo conservador, aborrecido en esa época, pueda ayudarnos a entender la naturaleza del problema que enfrentamos y lo que puede ocurrir, en caso de que el rumbo no se corrija a tiempo. Esta explicación es aun más actual si se considera que el kirchnerismo hizo de la "caja" un resorte crucial del poder. Me explico: Parsons estableció una analogía entre el dinero circulante y el poder político. Uno facilita las transacciones económicas, el otro hace posible los intercambios políticos. En el origen, el dinero era un metal con valor intrínseco o se respaldaba en él; luego se transformó en papel moneda, cuya clave es la aceptación general, no el sostén en metálico. Con el poder político, dirá Parsons, ocurre algo similar: al principio, su fundamento fue la coerción física; después se generalizó, basándose en el consentimiento de los gobernados. Así, el respaldo monetario y la violencia estatal, resortes primigenios del poder, se limitaron a ser reservas de última instancia, dejando el lugar central a las creencias. La economía y la política devinieron así en poderes simbólicos, asentados en la confianza institucionalizada en el sistema. Ése es el fundamento del orden social bajo el capitalismo. Gracias a él la sociedad funciona.
Si esta interpretación es plausible, estamos en problemas. La Argentina asiste a una dramática doble caída. Se desploma la confianza en la moneda y decrece la legitimidad de las autoridades. Es decir: se volatilizan los principios simbólicos del orden y quedan expuestas, entonces, las reservas últimas del poder: el dólar, verdadero metal precioso del país, y los medios físicos de coerción, que el Gobierno, con razón, no quiere utilizar, pero que serán necesarios si cunde la desorganización social, como ya sucedió con los saqueos.
La Presidenta debería reflexionar, dejando de lado la negación. No habrá dólares que alcancen, ni represión eficaz, si la sociedad, presa del pánico, busca por sus propios medios la confianza y los recursos que el sistema le está negando.
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