Antoine Compagnon. "Toda modernidad es sinónimo de alguna pérdida"
Ensayista. El autor de Los antimodernos, especialista en Proust, reflexiona sobre el estado de la literatura francesa actual y reivindica a aquellos artistas del pasado que sabían que cada progreso implica una añoranza
El ensayista Antoine Compagnon, uno de los referentes de la crítica francesa actual, discípulo de Roland Barthes y gran especialista en Marcel Proust, es un caso atípico dentro del mundo académico de las letras porque, antes de volcarse al estudio de la literatura francesa contemporánea, estudió matemática y se formó como ingeniero de caminos. Pero la hoja de ruta que le tenía reservada el destino era otra, una menos exacta y más misteriosa, en la que no existen las ecuaciones, ya que no hay un libro igual a otro. Y si existieran, serían ecuaciones en las que las incógnitas en lugar de despejarse se multiplicarían hasta el infinito. Porque los buenos libros, según Compagnon -autor del muy premiado Los antimodernos-, son esos que invitan a una experiencia de desorientación y que implican un riesgo: el riesgo de salir cambiado y dejar, en algún punto, de ser uno mismo.
Con claridad, simpleza y una pasión que sigue intacta luego de cuarenta y dos años de enseñanza en prestigiosas universidades del mundo, Compagnon, que estuvo en la Argentina invitado por la Embajada de Francia y el Centro Franco Argentino, demostró en las diversas conferencias que brindó en estos días que para ser inteligente no hace falta pelearse con el sentido común.
¿Se sigue hablando en Francia de una literatura de derecha y otra de izquierda, o es una idea perimida?
Muchas veces evoqué al crítico Albert Thibaudet, que decía que la política en Francia tendía a la izquierda y la literatura a la derecha para servir de contrapeso y conseguir un equilibrio de poderes. En los siglos XIX y XX, Flaubert, Baudelaire y Proust son algunos ejemplos de esa literatura que tendía a la derecha. Hoy ese equilibrio está roto porque, de Nicolas Sarkozy para acá, hay una derecha política que ya no se camufla, como sucedía en otras épocas, y las últimas elecciones lo confirman. Sin embargo, la literatura no viró a la izquierda. Entonces se salió de esa suerte de equilibrio que venía durando bastante.
¿Y hacia dónde le parece que va hoy la literatura francesa?
La verdad es que no lo sé. Pero lo que es seguro es que hay una gran falta de compromiso de la clase intelectual en general y de los escritores en particular, porque se los ve poco en la escena pública, en las manifestaciones políticas. Hay intelectuales claramente conservadores que hablan mucho y tienen una tribuna importante. Michel Onfray y Alain Finkielkraut, por ejemplo, tienen un discurso bastante conservador. Y eso no se equilibra del otro lado.
¿Y dónde lo ubicaría a Bernard-Henri Levy, que hace muy poco, casualmente, estuvo en Buenos Aires?
Bueno, Bernard-Henri Levy no es un escritor, es un intelectual liberal que tiene una columna en Le Point todas las semanas y Le Point, entre las revistas francesas, es la que clásicamente está más a la derecha.
Uno de los pocos que hace olas en la escena pública es Michel Houellebecq. ¿No le parece?
Sí, claro. Houellebecq se manifiesta poco fuera de sus novelas, pero como novelista toma partido por cuestiones sociales y problemas históricos y su posición también se puede juzgar más de derecha que de izquierda.
¿Por qué considera a Houellebecq un escritor del siglo XIX?
Porque él, como casi todos los escritores contemporáneos, ya no están más marcados por el movimiento literario que quería que se buscaran formas nuevas. Nathalie Sarraute entendía la novela como una carrera de postas. Si no se avanza, la novela no sólo queda estancada, sino que retrocede. En la actualidad no hay una voluntad de ir más lejos que Proust, que Céline o que el Nouveau Roman. Se escribe de una forma más tradicional, más convencional, que nos remite a un cierto realismo o naturalismo. Es como si se evitara toda búsqueda técnica o formal que condujera a una dificultad.
Sin embargo, hoy en Francia sigue habiendo muy buenos escritores. Pienso en Emmanuel Carrère, Patrick Modiano, Pascal Quignard, Pierre Michon, Jean Echenoz, Annie Ernaux. ¿Qué opina?
Por supuesto que sí. No tenemos un Proust todos los años, pero tenemos sin duda una literatura de calidad. Pienso en Ernaux, Carrère, Jean Rouaud, Alexis Jenni, Laurent Mauvignier, Lydie Salvayre, por ejemplo, a quienes invité al Collège de France a dar charlas y seminarios. Sin embargo, desde Marguerite Duras que no tenemos a un escritor que haya marcado el lenguaje literario. Hoy se hace un uso más prudente de la lengua. Houellebecq, sin ir más lejos, emplea un lenguaje absolutamente ordinario que no conmueve, o al que yo, particularmente, no soy muy sensible. Pierre Bergounioux y Pierre Michon, por otra parte, me gustan mucho. Pero no dejan de tener de alguna manera una lengua escolar. No son personas que hayan marcado la lengua, y los de nuestra generación esperamos eso. Pero tal vez ya no sea posible.
¿Qué opina de las "novelas del yo"?
Creo que la literatura francesa estuvo invadida y devorada por la novela del yo. En un momento es lo único que había y eso se le reprochaba mucho. Pero hace ya veinte años que hay libros que hablan de otras cosas. Temas que fueron tabú durante una época, como la guerra de 1914, la Segunda Guerra Mundial o la guerra de Argelia volvieron a estar sobre el tapete. Pierre Lemaitre, Jean Echenoz y Jonathan Littell, por ejemplo, forman parte de una generación que se pregunta por la guerra.
¿Por qué cree que hoy vale la pena volver a leer a Marcel Proust, un autor que antes de la Segunda Guerra Mundial había perdido lectores, como afirmó usted, por ser homosexual y judío?
Es verdad que la homosexualidad y el judaísmo limitaron la lectura de Proust en un tiempo en el que reinaba el antisemitismo, sobre todo en el medio mundano que él mismo frecuentaba. Y después, con el tiempo, paradójicamente, eso mismo devino un aliciente para generaciones más abiertas. Creo que la razón para leerlo hoy tiene que ver con algo bastante simple: Proust habla de emociones que nos conciernen a todos: la infancia, el descubrimiento de la sexualidad, el amor, los celos, la muerte, el duelo. Hay pocos libros sobre el duelo tan significativos como Albertine desaparecida [en castellano la novela se conoce también como La fugitiva].
¿Se arrepiente de haber rechazado la posibilidad de almorzar con Celeste, la famosa empleada doméstica de Proust?
Cuando era joven todavía quedaban personas que lo habían conocido a Proust, pero era una época en la que estábamos de vuelta de toda curiosidad. Era el momento de "la textualidad", de la obra antes que nada. La muerte del autor era como un dogma para el pensamiento estructuralista; entonces no se buscaba a los testigos. Y claro que hoy me arrepiento. No tanto por lo que hubiera podido decirme, porque Celeste tenía una especie de número armado que repetía en todos lados, sino más bien por el costado físico. Nunca me pasó de darle la mano a alguien que le dio la mano a Proust, mirar unos ojos que vieron a Proust.
¿Es cierto que el cambio de rumbo en su vocación, el paso de hombre de ciencias a hombre de letras, se lo debe a Proust?
Exagero un poco cuando digo que la culpa fue sólo de Proust. La realidad es que fue el conjunto de lecturas hechas durante la juventud, que es la etapa en que más se lee, y también algunos buenos profesores de literatura que fueron muy inspiradores en aquel momento. Y sin duda el encuentro con Roland Barthes, a quien conocí en su famoso seminario y con quien mantuvimos una amistad durante muchos años.
¿Siente que las matemáticas le aportaron algo a su vida en el mundo de las letras?
Pienso que ser científico me posibilitó una cierta distancia respecto de los embelesamientos teóricos de los años 70. En otras palabras, veía esa pretensión científica aplicada a la literatura con curiosidad, pero nunca pude adherir a ella totalmente. Y también me dio la libertad de ir cambiando de tema, porque por lo general los literatos, o por lo menos muchos de ellos, permanecen atados a un único tema toda la vida.
En L'âge des lettres, esa suerte de homenaje a Roland Barthes, escribió que no estaba dotado para la prensa escrita. ¿Por qué tiene esa impresión?
No me acordaba que había escrito eso, pero debe ser porque nunca me sentí periodista. Sin embargo, hace algunos años el diario Le Monde me ofreció tener una columna para escribir sobre literatura y acepté con una condición: comentar solamente primeras novelas.
Muy osado de su parte porque, en algún punto, es más difícil de hacer. ¿No le parece?
Sí, claro. Es por eso mismo que lo elegí. Porque implicaba un desafío. Fue una experiencia interesante que sostuve durante un año y que estoy muy contento de haber tenido.
A lo largo de su vida escribió varios prefacios, como por ejemplo el de Por el camino de Swann, el primer tomo de En busca del tiempo perdido. ¿Recomienda leer los prefacios antes que el libro?
La verdad que no. Deberían colocarse todos al final, ser epílogos, para que el lector pueda disfrutar de esa experiencia de desorientación que posibilitan los buenos libros. Aunque seguramente algunos ansiosos los leerían antes igual. Creo que una primera lectura sin guía es algo que hay que conservar y defender. Y hoy esto no resulta nada fácil porque la mayoría de las personas prefiere leer en google o wikipedia los comentarios antes que acercarse al libro directamente. Yo creo que hay que empezar por leer las obras y no al revés.
¿Podemos seguir hablando de la soledad del escritor, tal como la experimentó Proust, o las redes sociales, los festivales, coloquios y residencias atentan un poco contra eso?
Creo que toda esa sociabilidad existe para protegerse, pero la soledad del escritor existe de todos modos. En tiempos de Proust también había una vida literaria intensa en los salones y la correspondencia que mantenían los escritores era inmensa. Las redes son un poco el equivalente de los salones de antes. Pero no creo que pueda abolirse la soledad que se siente cuando el libro de uno se publica.
Dio clases ininterrumpidamente durante cuarenta y dos años. ¿Qué le gusta de eso?
Ser profesor no es algo que me pese. La enseñanza para mí siempre fue una distracción. Nunca sentí que enseñar me desviara de mi búsqueda, al contrario, siempre fue una fuente de novedad y sorpresa. Uno está obligado a no repetirse, porque hay que hacer un curso nuevo cada año. Y es bueno permanecer activo, curioso, apasionado. El intercambio con el público siempre es un aprendizaje.
¿Quiénes son para usted los "antimodernos", a los que tanto admira?
En mi libro Los antimodernos digo que los verdaderos modernos son los artistas conscientes de la pérdida del pasado. No son personas que van hacia adelante sin echar un vistazo hacia atrás. Porque toda modernidad es sinónimo de pérdida de algo. Los auténticos modernos tienen consciencia de que cada progreso implica una añoranza. Es el caso del poeta Charles Baudelaire en literatura, o de Édouard Manet, un artista revolucionario en la pintura y a la vez un burgués que quería a toda costa exponer en un salón y que quedó devastado cuando su Olympia y su Almuerzo sobre la hierba no fueron aceptados. Es decir, está por un lado esa obra absolutamente nueva del artista y, al mismo tiempo, esa falta de voluntad de romper con el pasado. Me interesa esa nostalgia por un régimen al que contribuyen a destruir. Y son esos los artistas que más me conmueven, esos que sienten un desgarro entre lo que hacen y lo que añoran del pasado.
¿Por qué lo entrevistamos?
Porque es uno de los historiadores de la literatura y ensayistas más sutiles y punzantes de la Europa actual
Biografía
Nnació en Bruselas en 1950, hijo de un general francés y una noble belga. Se recibió de ingeniero, antes de dedicarse al estudio de la literatura. Entre sus libros se destacan Los antimodernos (2005) y Baudelaire, el irreductible (2014). Actualmente enseña en el prestigioso Collège de France.