Ataúd con impermeable
Se cae literalmente a pedazos. Con razón el verano pasado un mármol desprendido hirió la cabeza de la actriz Nora Cárpena, tras visitar la bóveda que guardan los restos de sus padres y de su marido, Guillermo Bredeston.
¿Acaso se trata de una zona sísmica? A juzgar por la cantidad de lajas sueltas, mamposterías resquebrajadas y las piedritas que se encuentran a cada paso parecería que sí. Pero no: se trata del Cementerio de la Loma, en Mar del Plata, que, como el de Recoleta, en Buenos Aires, no solo conserva vestigios de un pasado más opulento, sino que también a su alrededor, hay bullicio de concurridos bares y restaurantes, en armónico contraste entre la vida y la muerte.
Valga la paradoja: ¿se puede morir un cementerio? El de la Loma, al menos, viene sufriendo una larga agonía: marcos oxidados, vidrios rotos, placas arrancadas, mausoleos ennegrecidos por la humedad ahondan un abandono que lleva demasiados años. Podría ser un paseo cultural como sucede con necrópolis de otras ciudades. Un mausoleo presidido por el busto de un señor de traje (Abraham Elías, organizador de jineteadas) pide a gritos ser identificado. La puertita lateral, que está descentrada, deja ver su féretro mal tapado con un plástico por si llueve.