Aumentos: hijos y entenados
Todas las almas sensibles, todas, se habrán sentido tocadas por la pasión puesta por el Gobierno en defensa del ingreso de los argentinos. Primero, al discutir hasta el centavo el ajuste de tarifas con las empresas de servicios públicos. Y, luego de aceptar con resignación cristiana un aumento limitado, al luchar hasta el último aliento para que el traslado a los precios fuera lo menos doloroso posible, lo que dio lugar a memorables tenidas con taxistas, panaderos y prepagas.
Pero, al mismo tiempo que esta lucha ha llegado al corazón, cabe admitir que algún otro órgano, tal vez el que preside el entendimiento, se ha visto confundido. Y a las grandes preguntas que asaltan al hombre (¿existe vida después de la muerte?, ¿saldrá alguna vez Atlanta campeón de la Copa Intercontinental?) se ha agregado esta otra: en materia de aumentos, en el país de la justicia y la transversalidad, ¿existen hijos y entenados?
Porque mientras que con los particulares se discute a cara de perro su derecho de perturbar las claras aguas de la estabilidad, cualquier autoridad decide un aumento de impuestos y al infeliz contribuyente sólo le queda el recurso de ir a cantarle a Gardel, ya que ni siquiera a alguno de los numerosos Fernández del Gobierno se le ocurre defenderlo.
Esto no tiene una explicación, al menos alguna que tenga que ver con la razón. Tal vez se crea que el tipo que consume pan o toma un taxi es distinto del que es dueño de un departamento o de un auto y que, en consecuencia, si le toca un aumento no le toca el otro. O que se castigue a los fulanos que viven en un barrio cerrado, dando por cierto que todos son oligarcas y que allí no hay vecinos de la sufrida clase media que se hayan mudado con el deseo de que sus hijos resulten menos paliduchos, aprendan a distinguir el olmo de la magnolia y con la esperanza, también, de ser algo menos asaltados y asesinados.
Una tercera posibilidad es que se crea que la diferencia pasa por la finalidad del aumento. El reclamado por los particulares prestadores de bienes y servicios tiene que ver con el maldito afán de lucro. En cambio, el aplicado por el sector público apunta nada más que a derramar mayores bienes sobre el pueblo. Lo que tal vez no signifique, por ejemplo, una mejora de los servicios ni la garantía de que no le seguirán reclamando por las boletas que ya pagó. Si las calles se inundaban, lo seguirán haciendo; no se repondrán los carteles en la vía pública, ni las papeleras; las plazas seguirán abandonadas y el pavimento horadado, y asomar la nariz a la vereda será a riesgo exclusivo del vecino.
En consecuencia, ¿cuál será la ventaja que la gente podrá percibir por su mayor aporte al bien común? Y acá es donde se plantean dos teorías: una, que el buen contribuyente verá compensado su sacrificio con la salvación eterna, y otra, que sus privaciones redundarán en una caída de la desocupación, ya que así más gente podrá ser incorporada al dichoso empleo público.
"¿Más ñoquis? -se quejó un parroquiano del Margot-. Pero si en la Capital ya tenemos más de 120.000 empleados." "Aguante un cacho más -le dijo el reo de la cortada de San Ignacio-. Cuando lleguemos a 300.000, fija que se terminan los piqueteros y los cortes de calles. Eso sí, no saben qué van a hacer con Castells, ya que el hombre ha dicho que le apunta a la Rosada."