Barenboim, la obra de arte y el diario íntimo
Las conversaciones con Daniel Barenboim no transcurren nunca en un solo plano. Con esto no se quiere dar a entender que haya dobleces; por el contrario, él dice todo lo que quiere decir y lo dice sin rodeos. Pero toda conversación tiene observaciones al pasar, bordes; la diferencia es que los bordes de la suya no resultan en absoluto subsidiarios y podrían en cambio convertirse en centrales en alguna próxima charla.
En la conversación que se publicó en LA NACION la semana pasada hubo recurrencias: Pierre Boulez, Arnold Schönberg (hay que darse cuenta de que Barenboim, en gira, no solamente armó un programa con obras de ellos, sino que dedicó casi todo su tiempo a comentar esas poéticas; hay que darse cuenta y agradecerlo, sobre todo) y también el piano que lleva su nombre, con el que tocó hasta ahora las sonatas de Schubert. En ese punto, el maestro hizo un deslinde entre las sinfonías de Schubert, menos relevantes, y el corazón de la música del compositor: las sonatas, los cuartetos y los Lieder que, observó al pasar, "son sus diarios".
No es la primera vez que se hace esa comparación, pero es asombroso el modo en el que Barenboim la naturalizó, como si ese cuerpo enorme de más de 450 canciones de cámara fuera de veras un diario, semejante a los diarios de Kafka o de André Gide. No lo son, claro, pero no solamente por la distancia entre literatura y música.
Schubert escribió "Hagars Klage", su primera canción (y más escena lírica que canción) en 1811. Tenía 14 años. Cuando murió, en 1828, corregía las pruebas de imprenta de sus últimos ciclos de Lieder. No hay duda de que los diecisiete años entre el principio y el final son el registro de una vida. Hay, con todo, una diferencia radical con los diarios entendidos como diarios: el registro personal conquista aquí la objetividad de la obra de arte. Frente a eso, el documento de quien cuenta sus pormenores se parece a las anotaciones en un bibliorato notarial.
Podría decirse que eso es lo que pasa en toda obra de arte. Sería difícil negarlo. Pero en estos casos la tensión entre intimidad y objetividad lo es todo. La literatura tiene también un ejemplo algo olvidado para los lectores en castellano. A mediados del siglo XIX, Victor Hugo publicó Les Contemplations. Eran dos partes divididas en dos volúmenes: "Autrefois" y "Aujourd’hui". "Un abismo las separa", dijo el poeta. "La tumba". Sin nombrarla, nombra a Léopoldine, su hija, que había muerto en 1843. El golpe de genio de Victor Hugo –uno de sus muchos golpes de genio– fue convertir el poema en diario (cada poema una fecha) y hacer del diario un poema hechos de todos esos poemas. "Qué son las Contemplations?", se pregunta en el prólogo. "Es lo que podría llamarse… las memorias de un alma." La vida aparece aquí filtrada en un goteo intermitente pero ininterrumpido. Lo que se escribe es "un destino" que va revelándose en la sucesión de los días. "Este libro deber ser leído como leeríamos el libro de un muerto", dice también Victor Hugo, con una entonación que podría parecer patética, pero es en verdad muy modesta.
¿Y los diarios del propio Barenboim? ¿Cuáles serían? Hace unos años le hice notar que si pudieran escucharse todas las integrales que grabó –y que tocó durante medio siglo más allá de los registros– de las sonatas para piano de Beethoven resultaría una autobiografía. Me contestó: "Sí, pero no se apure. Todavía no me escuchó tocar el ciclo que tocaré dentro de unos meses?" Pasado en limpio, antes que una autobiografía esas interpretaciones son un diario todavía en curso, abierto. Barenboim mismo se refirió también a las 32 sonatas de Beethoven como un "diario artístico", más significativas para él, desde ese punto de vista, que las nueve sinfonías. Un diario habilita a otro. En su completísimo estudio sobre los intérpretes de las sonatas de Beethoven, el crítico Joachim Kaiser anotó que confiaba en que de sus análisis de las interpretaciones resultara una fisiognómica: hacer visibles no sólo las sonatas, sino los caminos, desvíos y perplejidades de los pianistas.
Tal vez, el arte supremo de la interpretación –Barenboim lo sabe muy bien– vaya en dirección contraria a las tentativas de Schubert y Victor Hugo. Tal vez, ese arte consista en encontrar un reflejo íntimo en el espejo objetivo de una intimidad ajena.