Calidad institucional: el riesgo de la campaña permanente
La duplicación de las elecciones debido a las PASO y los extensos períodos dedicados al proselitismo roban tiempo y esfuerzos a la gestión de gobierno
Hay quienes han planteado que nuestro país debería modificar su sistema político-institucional para terminar con las elecciones cada dos años, llevando ese plazo a cuatro. El argumento es que comicios tan próximos unos de otros impiden una gestión de gobierno eficaz porque cada dos años, durante muchos meses, la atención queda centrada en el proselitismo electoral.
Con cada campaña se resienten la ejecución de las medidas necesarias para el desarrollo de la administración y la sanción de leyes claves, algunas, incluso, muy urgentes. Todo queda subsumido en la pelea política por obtener o renovar un cargo.
Si en nuestro país las campañas duraran entre uno y dos meses, como sucede en la mayoría de las naciones del mundo desarrollado, las elecciones cada dos años no serían un problema. La cuestión es que se extienden cada vez más y a ello contribuyen, sin duda alguna, las PASO, que se realizan dos meses antes de cada comicio.
Solo para una elección legislativa como la de 2017, la campaña electoral duró seis meses, entre abril y octubre. En junio, se oficializaron las candidaturas, en agosto se votó en las PASO y en octubre tuvo lugar la elección nacional, pero ya desde abril la gestión de gobierno estuvo subordinada a la campaña.
En consecuencia, a fines del año pasado se asumió que 2018 sería el año de gobierno dedicado a las necesarias reformas que el país requiere y que 2019 iba a ser el de la nueva campaña electoral con vistas a las elecciones presidenciales de octubre de ese año, en la cual el presidente Macri buscaría ser reelegido.
Esta idea equivalía a asumir que recién en 2019 volvería la campaña con toda su fuerza. Como decíamos en nuestra edición de ayer, 2018 representa una oportunidad importante para avanzar en todo lo adeudado, precisamente por no ser un año electoral. Sin embargo, la situación ha empezado a replantearse en los últimos días, con el grave perjuicio que ello importa.
Lamentablemente, se ha abandonado el "reformismo permanente" anunciado tras el triunfo del oficialismo en la última elección. La reforma laboral, tal como fue concebida, quedó en suspenso, entre otras cuestiones, porque el Poder Ejecutivo desistió de convocar a sesiones extraordinarias del Congreso para el mes próximo.
La pérdida de imagen que sufrió el Gobierno con el paquete previsional -que ha sido un éxito en materia de gobernabilidad derivó en que reformas previstas inicialmente para 2018 se postergaran para un posible segundo mandato de Cambiemos.
Esta dilación implica hacer a un lado la estrategia de negociar con el peronismo dialoguista y los sindicatos para hacer viables las reformas en el Congreso, al que ya no se enviarán más proyectos conflictivos. Como opción, se utilizan decretos para realizar cambios parciales o puntuales. Es así como se firmó el decreto de necesidad y urgencia (DNU) para "desburocratizar" el Estado, se suspendió la paritaria docente y comenzaron a designarse embajadores por decreto.
Ese DNU enfrenta cuestionamientos constitucionales porque deroga o modifica decenas de leyes, precisamente cuando ha concluido la emergencia económica, que daba cierto margen al Poder Ejecutivo para utilizar decretos para determinadas competencias del Congreso.
Es claro que no existe ninguna urgencia para haber designado los embajadores en los Estados Unidos, Paraguay, Uruguay, Ecuador, Costa Rica y en la Aladi "en comisión", lo que contradice la Constitución, que exige para nombrarlos el acuerdo de dos tercios de los senadores presentes, como se requiere para la designación de determinados cargos en la Justicia y para ascensos en las Fuerzas Armadas.
La Argentina corre el riesgo de dedicar el bienio 2018-2019 a una suerte de campaña electoral permanente, postergando reformas ineludibles para el largo plazo.
Al dejar de lado al Congreso y la negociación para evitar conflictos se genera una situación política que desdibuja los esfuerzos y desplaza el diálogo como instrumento, diluyendo el objetivo de profundizar la transparencia y provocando un enorme daño a la calidad institucional.