¿Cambiará alguna vez el país?
Cargamos diariamente con la siempre frustrada sensación de que el país debe cambiar y con la fatigada búsqueda de fórmulas para que ello ocurra. Lo primero que hay que tener en cuenta es que no será un líder providencial lo que, en 2011, sacará a la Argentina de este marasmo, sino una acción colectiva. El desquicio en el equilibrio de poderes de los últimos años proviene de cierta anuencia filial de los argentinos a confiar en una persona que los guíe más que en las construcciones colectivas, cosa que explica la irrelevancia del Congreso en amplios períodos. Desde la sociedad civil, Carlos March sostiene que para que un cambio ocurra deben darse simultáneamente tres condiciones: un acuerdo de las elites, una articulación de los actores emergentes y una reinstitucionalización del país. Es decir, que la clase dirigente respete y a la vez reclame el respeto a la ley, que los mejores agentes de cambio que tiene el país no sean deglutidos, en razón de su aislamiento, por un sistema caníbal, y que las instituciones sean lo suficientemente fuertes como para disuadir y penalizar a quienes transgreden la ley, se benefician con la corrupción y sacan renta del mal público.
Pero a estas y otras condiciones suficientes para cambiar el país, debe agregarse una condición necesaria: la voluntad colectiva de los argentinos, el recurso más ilegible, oscuro, e imprevisible. Es clave desentrañar esa voluntad, porque no es posible desconocer que tal vez estemos teniendo exactamente lo que deseamos. El estado actual del país puede ser un producto de nuestros deseos y un producto acorde con un comportamiento colectivo al que no sólo no le desagrada la anomia, sino que la busca activamente, como una señal de reconocimiento mutuo. En esta hipótesis, la frustración colectiva no sería más que una simulación destinada a mantener un velo de autorrespeto. Al revés de como pensamos habitualmente la cuestión, la satisfacción estaría del lado de lo que ocurre, y la simulación del lado de lo que deseamos.
Por un lado, la desesperanza ante el cambio proviene de comprobar que estamos retrocediendo en la historia y que nuestra clase política y dirigente ha colocado en tiempo récord al tercio del país en una penuria extrema. Proviene de comprobar que las mafias están tan instaladas en el poder, más allá de uno u otro partido político, que no se ve manera de contrarrestarlas en el corto plazo. Y de que ya no sabemos concebir al poder como otra cosa que un espacio corrupto y autoritario, y por eso entronizamos allí a quienes cumplen con esas características. Por otro lado, sin embargo, la esperanza proviene de saber que, tal como ocurrió con el inicio de la democracia, hace 26 años, un día podemos despertar sencillamente queriendo otra cosa. Tan fuerte fue aquel consenso y ese querer que no hubo más espacio mental ni físico para los golpes militares, a pesar de las enormes crisis que hubo desde 1983. Hay que concluir que podemos cambiar adicionalmente el país, pero no queremos. La contracara es que si se activa la voluntad colectiva, como en aquel momento, no habrá poder ni mafia que pueda detener el cambio.
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