Carlos, Camilla y la realidad de la realeza
"Si se casan, a mi amigo lo hacen lord, y a mí caballero", anunció el hombre, bromeando a medias.
Luego terminó su copa, se puso el sobretodo y se fue al estreno de su obra aquí, en Roma. El que hablaba así era, digamos, John, reconocido dramaturgo cuyas representaciones de la vida de los desheredados británicos le valieron ascender de los bajos fondos de Manchester a la alta sociedad inglesa, sin perder una pizca de su integridad y llaneza. Una hora más tarde, la televisión anunciaba la boda del príncipe de Gales con Camilla Parker Bowles.
"Sir John -lo interpelamos al día siguiente-; por lo que parece, tenemos a un futuro caballero entre nosotros." "No", respondió él, resignado. Finalmente no iba a ser así. Lo había llamado su amigo, muy cercano a la principesca pareja, y le había explicado que, dado que John tenía ya una O.B.E. (Orden del Imperio Británico, distinción menor), en realidad iba a ser más difícil que lo hicieran caballero. Hubiera sido más fácil si no hubiese tenido ningún título en absoluto. Cosas de la vida.
Era interesante oír hablar así de títulos y honores; en la imaginación colectiva, al menos fuera del Reino Unido, los lores y caballeros descienden de antiguas familias elevadas a sus rangos tras muy heroicas gestas. Tendemos a caracterizarlos como a personajes que, pipa en la boca y enfundados en raídos sacos de tweed, viven en un castillo y una vez al año visten sus galas -acaso un manto de armiño- y participan en solemnes ceremonias. Esto hace que se los considere como a una exclusiva categoría social dentro de la cual simplemente se nace. En realidad, esta imagen es bastante acertada, pero también es verdad lo contrario, o sea, el hecho de que en una de las pocas monarquías europeas que siguen existiendo, la movilidad social es mucho más dinámica que en muchas repúblicas. Cosa aún más increíble a primera vista es que, al menos en el Reino Unido, el sistema es mucho más democrático de lo que se piensa, pues permite que personas de origen humilde se eleven muy por encima del nivel social que el Demiurgo les asignó al nacer.
Los demócratas objetarán que no se necesita una monarquía para eso. En los Estados Unidos, por ejemplo, la acumulación de dinero está considerada como un medio más que legítimo de ascensión no sólo económica, sino social, a raíz de cierta lógica protestante según la cual Dios premia a sus elegidos con éxito en la vida. El dinero, se dice, es un medio absolutamente neutro y democrático, pues su acumulación depende exclusivamente de la libre iniciativa y del talento personal de los individuos. Como ejemplo de ello, tenemos a varias dinastías de magnates que protagonizan la vida política norteamericana, entre ellos los Bush.
La aristocracia americana es, sin duda, una plutocracia, aunque también en los Estados Unidos existe la diferenciación social entre los nuevos ricos y el old money. Pero ¿acaso no es más democrático y poético pensar que una distinción social deriva, al menos formalmente, no del buen éxito comercial de la vida de un individuo, sino del aporte en general que éste le da a la sociedad?
En el mundo republicano, los franceses son maestros del arte de la condecoración, y le han dado la más gloriosa de las formas. La nación que, al menos según ella misma, "inventó" la revolución (olvidando oportunamente que la revolución norteamericana vino una década antes que la francesa), tras decapitar a sus reyes se quedó sin títulos ni distinciones. Evidentemente, lo de "ciudadano" no bastaba para reconocer las proezas de algunos franceses, y fue así como, unos veinte años después, un corso que había ascendido todos los peldaños de la escalera social de este mundo creó una nueva nobleza que justificara su flamante título de emperador, y luego instauró la Orden de la Legión de Honor que, tras repúblicas, restauraciones y más repúblicas, sigue en pie y distingue más o menos a todos los distinguibles del planeta. Y, para no quedarse cortos, en Francia incluso hoy el presidente de la República goza de una condición muy especial, que, si mal no recuerdo, François Miterrand definió como "estado de gracia", cosa que mal parece asociarse con los principios republicanos.
Pero no todo son medallas, sonrisas y felicidad entre los privilegiados del planeta. Sabemos que el pertenecer a las más altas clases sociales también implica una serie de pesadas responsabilidades, que parecen ser las que hoy más cuesta sobrellevar. Respecto de su boda, el príncipe Carlos está pasando por más humillaciones que un común mortal. Primero, no puede casarse en el castillo de Windsor, sino que lo mandan a unirse en un registro civil como cualquier hijo de vecino. Luego, resulta que su soberana madre no estará presente en la ceremonia. Después, aparecieron once objeciones legales a su matrimonio, afortunadamente rechazadas por la Justicia. Y, finalmente, empiezan a circular rumores de que, a raíz de esta boda, el próximo rey de Inglaterra podría no ser el príncipe Carlos, que se ha pasado la vida entera preparándose, sino su hijo mayor.
Cabe preguntarse, ¿a qué viene tanto lío por el hecho de que el príncipe de Gales se case con una divorciada? ¿Acaso el anglicanismo no fue inventado justamente por una cuestión de anulaciones no concedidas por la Iglesia de Roma?
En realidad, la respuesta no es tan fácil, y no es la primera vez que el problema se presenta en tiempos modernos. Bien lo constató Eduardo VIII, quien en 1936 tuvo que abdicar, oficialmente a causa de su amor por Wallys Simpson, una divorciada norteamericana, aunque hoy en día sabemos que en aquella abdicación mucho tuvieron que ver sus simpatías para con Hitler y el nazismo.
En cuanto al príncipe Carlos, el temor es que el casamiento con una divorciada de quien en principio tendría que ser el futuro jefe de la Iglesia Anglicana, implica poner en cuestión toda una serie de instituciones que finalmente podrían llevar a poner en peligro la mismísima existencia de la monarquía inglesa.
Una cantidad de mortificaciones que deben ser aún más difíciles de digerir si se ha tenido una vida llena de privilegios. Pero nada comparado con las que debe estar sufriendo Camilla Parker Bowles, quien, por ejemplo, debe haberse enterado de que al anunciarse la emisión de una estampilla conmemorativa con su efigie y la de su prometido, un difundido diario popular inglés sacó una nota en primera plana con observaciones procaces, sic transit gloria mundi .
Poca cosa, dirán algunos, a cambio de una vida de lujos y honores. Además, los herederos espirituales de los enciclopedistas podrán afirmar una vez más que, como decíamos, si las distinciones realmente son necesarias, no por esto tienen que existir en el marco de una monarquía. No cabe duda sobre esto. Pero aparte de los refinados que prefieren distinguirse no aceptando distinciones, y de las pocas personas que, legítimamente, creen y sienten que los seres humanos somos todos iguales, si hoy en día uno tuviera que recibir un título, idealmente, ¿qué preferiría ser: caballero de la corona británica o caballero de una república ?
Cavaliere (del Reino de Italia) era Mussolini, allá por el principio de su carrera, antes de adoptar el singular título con el que pasó a la historia. Y ahora lo es Silvio Berlusconi, aunque generalmente lo de Cavaliere, republicano esta vez, se usa más como sátira del presidente del Consejo de Ministros que como real distinción.
La verdad es que, mientras existan seres humanos, existirá la necesidad de conceder honores a quienes se destacan; la historia ha probado que poner en práctica lo contrario no va más allá de ser una utopía. Por esto, para volver al tema de los Windsor, por más demócrata que uno sea, es difícil negar el inmenso prestigio que la monarquía inglesa sigue dándole a su reino, más allá de los tropezones de algunos miembros de la familia real. Hay que recordar que príncipes y soberanos no son más que la personificación de instituciones morales, como también lo es un presidente de la República. Y como tales, no son sus personas las que deberíamos respetar, sino lo que representan.
Entonces, dado que quiérase o no alguien tendrá que interpretar ese papel, el tema de la abolición de la monarquía en Inglaterra recuerda a un artículo de Marcel Proust publicado en 1904, cuando en Francia se debatía la separación de la Iglesia y el Estado. En La muerte de las catedrales , el autor se opone a la desconsagración de las iglesias, e irónicamente describe a un futuro gobierno que subvenciona la resurrección de las desaparecidas ceremonias católicas, "aún más interesantes que Parsifal". Según Proust, los ritos y el simbolismo religioso deben ser defendidos, pues las catedrales no sólo son los más hermosos monumentos del arte, sino que son los únicos que conservan una relación real con el fin para el cual fueron construidos. Lo mismo podría decirse de los palacios de la corona inglesa.
Además, pensémoslo bien: ¿realmente queremos que las monarquías cesen de existir?
Si así fuera, ¿qué pasaría, por ejemplo, con cierta revista que se dedica a las crónicas de la familia real española? ¿Y con aquella otra que se ocupa de los Grimaldi? Podría deducirse que estas publicaciones tendrían problemas sin familias reales sobre quienes escribir y, por ende, hasta podríamos decir que una eliminación de la monarquía generaría desempleo.
Y, sobre todo, sin monarquías tendríamos un problema difícil de soportar: si desapareciera la familia real inglesa, ¿quién nos deleitaría con sombreros como los que usa la reina?