Cambios. Carta abierta a la ministra de Cultura
La creación de la nueva cartera es una buena oportunidad para inaugurar un escenario plural, abierto al debate, en el que no se busque fomentar enemistades irreconciliables, sino reunir a adversarios respetuosos
Se sabe: un Ministerio de Cultura puede ser el lugar de la convivencia y del pluralismo o el espacio de las imposiciones y de las verdades únicas. Puede ser el motor que enciende cada día la vida artística y creativa de un país o la caldera de una circense y masiva puesta en escena de cualquier relato oficial.
Ha habido un cambio en el organigrama del Poder Ejecutivo: la Secretaría de Cultura ha sido elevada a ministerio, el anterior secretario ha sido cordialmente despedido y la folklorista Teresa Parodi ha sido designada nueva ministra de Cultura. No interesa demasiado evaluar esta sustitución de funcionarios , que algunos atribuyen a una indiscreción cometida por Jorge Coscia, el militante secretario anterior, y otros simplemente al hecho de que Teresa Parodi sea una figura de mayor visibilidad y convocatoria popular, adecuada para la etapa final del gobierno kirchnerista.
Quede en claro, también, que no voy a analizar las diversas acepciones de la palabra cultura (polisémica por excelencia), sino tratar el tema de nuestra gestión cultural, de las políticas culturales en general y del Estado argentino en particular, aspectos que me conciernen personalmente por diversas circunstancias, tanto en la teoría como en la práctica.
Por empezar, cometería un acto de hipocresía si no apoyara la jerarquización de la gestión cultural y su transformación en un ministerio, decisión que he reclamado durante décadas y que no puedo menos que aplaudir. No es que se trate de un mecanismo mágico que mejorará y enriquecerá instantáneamente la actividad cultural en el país, ni incrementará necesariamente los presupuestos que el Estado le destine, pero su valor simbólico es poderoso y constituye una buena promesa para el futuro.
Lástima que no estemos bien enterados –adoptando ahora una visión menos formal– sobre qué legado le deja el anterior secretario a la señora Parodi. Es curioso que Jorge Coscia fuera, con cinco años de permanencia, el funcionario que más tiempo duró en este cargo en las tres décadas de democracia y que, al mismo tiempo, haya resultado el menos comunicativo de los catorce que vimos desfilar en ese lapso por la ya difunta secretaría. No podemos pedirle una rendición de cuentas formal, pero sí extrañar reuniones públicas o conferencias de prensa que, de alguna manera, constituyen rendiciones informales acerca de una materia que el Estado debería aprobar con diez. No olvidemos lo que dice la Unesco: la dimensión cultural es uno de los ejes del desarrollo económico y social de cualquier país.
Vale la pena, entonces, intentar un diálogo virtual con la nueva ministra, a quien, por supuesto, deseamos éxito en la tarea pública que inicia. Ante todo: ¡qué bueno sería presentar en sociedad al nuevo ministerio como un escenario plural, abierto al debate, generoso con los que no piensan igual, en el que la nueva voz de orden no consista en buscar enemigos irreconciliables, sino en reunir a adversarios respetuosos!
Busque, señora ministra, a los que saben de políticas culturales: cerca de usted lo tiene a José Luis Castiñeira de Dios, buen músico, por añadidura; un poco más lejos está otro peronista, aunque disidente, el filósofo Silvio Maresca; en la oposición encontrará, entre otros, a Teresa de Anchorena y a Jorge Cremonte. Será inevitable dialogar con Hernán Lombardi, en el gobierno de la Ciudad Autónoma, y quizá (me permito recomendarle) con Josefina Delgado. Y no deje de hablar con algunos de sus 14 antecesores, como Marcos Aguinis, Julio Bárbaro, Jorge Asís, Pacho O’Donnell o José Nun, sin fijarse si hoy son oficialistas u opositores.
El gran tema pendiente de la descentralización y federalización de la cultura no se resuelve designando en puestos estratégicos de las provincias a jóvenes camporistas tan ortodoxos políticamente como inexpertos en gestión cultural. Tampoco la agitación festivalera, vertebrada con pagos millonarios a figuras populares, modificará las asimetrías en la creación y el consumo de bienes simbólicos en el interior del país. Más bien, lo que se requiere es una estrecha colaboración con las provincias, un monitoreo compartido de proyectos con fuerte arraigo local, a la vez abiertos al mundo.
Un imprescindible ingrediente de las políticas culturales es la preservación del patrimonio artístico y cultural, en general apoyado en una moderna legislación conservacionista que estamos lejos de haber alcanzado. La Nación tiene en todo el país gran número de museos bajo su jurisdicción, a veces en innecesaria competencia con los provinciales. Esta defensa de nuestra identidad no merece ser castigada con el abandono o la desidia. La era de la informática exige, además, atender tanto los bienes tangibles como los intangibles.
Otro punto que no podrá sortear, señora ministra, es la profundización del interés y el apoyo brindados a las industrias culturales, que han adquirido, en los últimos tiempos, una considerable importancia económica. Se ha avanzado, por ejemplo, en la expansión de la industria cinematográfica, que sin llegar a la posición dominante de la década de 1940 en todo el mundo de habla hispana, ha incrementado la calidad y cantidad de sus productos, y ha tenido cierta continuidad en sus comandos a pesar de los cambios políticos, desde la gestión refundadora de Manuel Antín hasta el período conducido por Jorge Coscia, que antes de ser secretario de Cultura dirigió el Instituto Nacional de Cinematografía. En cuanto a la industria editorial, que también encabezamos en su momento en la América hispana, las compras masivas de libros por parte del Estado no bastan para disimular la ausencia de una ley del libro que asegure una protección permanente y articulada.
Su territorio, estimada señora, es toda la Nación, y no esta ciudad de Buenos Aires en particular. Por favor, termine el hermoso auditorio que ocupará el espacio del viejo y noble Palacio de Correos, y no cometa el error de entrar en una competencia suicida con el Colón o con el Complejo Teatral Buenos Aires. Cada cosa en su lugar. Piense que aún le queda, como escenario propio, el Teatro Nacional Cervantes, que podría superar su crisis de identidad actual convirtiéndose en nuestro Teatro de la Lengua, donde se representaran sólo obras originalmente escritas en español: es decir, argentinas, españolas e hispanoamericanas. Su nombre, su arquitectura y sus beneméritos fundadores lo autorizan.
Los organismos que integran su ministerio son muchos y de a poco los irá conociendo. Unas palabras finales para la Biblioteca Nacional, a cuyo frente está Horacio González, el intelectual más relevante del kirchnerismo. Su gestión tiene aspectos positivos: la intensidad de la extensión cultural, las nuevas ediciones de la revista de la Biblioteca, la catalogación de los libros de Eudeba y el Centro Editor, coordinada por Judith Gociol. Suscita críticas, en cambio, el uso libérrimo de sus instalaciones, desde hace años, por parte del grupo Carta Abierta, políticamente comprometido con el Gobierno, y ahora también por parte de un Frente de Artistas y Trabajadores de la Cultura, de iguales simpatías.
¿Para qué un Ministerio de Cultura? No para convertirlo en una central de propaganda oficialista ni para inflar su burocracia y saturar su presupuesto con miles y miles de contratos a personas que nunca ejercerán una tarea identificable, ni para usar el prestigio de artistas y creadores diversos en emprendimientos y miserias electorales de corto alcance. Sí como un ámbito de fuerte discusión y eventuales consensos, para que podamos hablar como compatriotas y no como extraños, con un interés común en el futuro.
Si la nueva ministra lo consigue, si no desaprovecha otra oportunidad excepcional de contribuir al diálogo y a la convivencia, les habrá proporcionado un inesperado beneficio a su gobierno y a todos nosotros.
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