Jugar con fuego
Viene ocurriendo desde tiempos inmemoriales: la llama olímpica, salvo raras excepciones, jamás se apaga desde que los antiguos la encendieron para celebrar la inauguración de los Juegos Olímpicos, en Grecia. Pero Buenos Aires, donde los hidrocarburos suelen traer dolores de cabeza, se burló de los dioses: ayer, la pequeña lengua de fuego vaciló en el pebetero hasta extinguirse. Nada grave, claro, salvo en el territorio inasible de lo simbólico. Las redes sociales, tan dadas a la burla y el humor feroz, fueron una fiesta: centenares de usuarios de ese servicio transformaron la cólera por los sucesivos aumentos de tarifas en bromas filosas llenas de ingenio.
Horas después de esa catarsis colectiva, las autoridades desandaron sus pasos: las 24 cuotas que iban a compensar a las empresas proveedoras de gas serían canceladas. Pero el daño había sido hecho. Entre quienes observan los espasmos del poder, se preguntaban ayer quién habría sido el iluminado que impulsó la idea de que el costo incremental del gas fuese trasladado a los flacos bolsillos de los castigados usuarios. Alguien barruntó con malicia que, ahora que ese costo recaería en el Estado, podría encenderse otra vez la llama olímpica. Nunca conviene jugar con fuego.